(De "Creo en Dios" por Mons. Tihamér Tóth)
«Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso»... Dios es nuestro Padre celestial.
Si Dios es mi Padre, entonces no he de temer: Él, ciertamente, se cuidará de mí.
Pero si Dios es nuestro Padre, podemos sacar otras consecuencias —no sólo la de confianza en El— también hemos de dirigirnos a Él con humildad y respeto.
Si Dios es mi «Padre», es natural que yo le hable, que le dirija mis oraciones. ¿Cómo puede querer a su padre el hijo que durante varias semanas no le dirige la palabra? De la misma manera ¿Cómo puede querer a su Padre celestial el hombre que nunca ora?
Acaso se me objete: «¡Ah!, ¿es ésta una manera de pensar tan humana, tan rastrera! ¡Que Dios, el Dios todopoderoso, eterno, necesite de nuestras oraciones! ¡Que exija de nosotros que le recemos!»
¿Cuál es la respuesta que yo daría a quien viniese con esta objeción? Le contestaría con las palabras que JESUCRISTO dijo a la Samaritana: «Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.» (Jn 4,23). Hay que subrayarlo. El Padre desea que se le adore en espíritu y en verdad.
Las páginas de los Evangelios atestiguan a cada paso con cuánta frecuencia dio ejemplo de oración Jesucristo. Una vez reza en la soledad; en otra ocasión, ante sus discípulos, o ante todo el pueblo; oraba cuando se regocijaba su alma, y cuando sus ojos se llenaban de lágrimas.
Siguieron su ejemplo los Apóstoles; llama la atención el número de veces que en sus escritos exhortan a los fieles a que oren, y la frecuencia con que ellos mencionan sus propios y fervientes rezos.
¡Sí!, si Dios es mi Padre, le dedicaré ratos de oración para hablar con Él.
I. ¿Por qué hemos de orar?, y II. ¿Cómo hemos de orar? Son las preguntas a las cuales intentaré dar respuesta.
I ¿POR QUÉ HEMOS DE ORAR?
Nuestra primera pregunta es, por lo tanto ¿Por qué hemos de orar?
1.° Para poder contestar hemos de saber, en primer término, lo que significa orar. Porque el que comprenda una vez perfectamente la esencia de la oración, no necesitará que le recomienden, o le manden, que ore; buscará con alegría la ocasión de orar.
¿Qué significa, pues, «rezar»? ¿Qué significa orar?
A) Rezar u orar significa hablar con Dios, es decir, dirigirnos a Dios con nuestro pensamiento, nuestra voluntad, nuestros sentimientos y todo nuestro interior.
El rezo, por lo tanto, pulsará todas las cuerdas de nuestro ser. Quien reza u ora como es debido, siente cómo se funden en su interior tiempo y eternidad, tierra y cielo. Se siente en presencia de la divina Majestad, y allí explaya sus alegrías y sus dolores. Por esto resulta tan sublime el momento de orar o rezar. Por esto el espectáculo más hermoso del mundo es el hombre que reza; así se dice: «Déjale en paz, que está rezando.»
El emperador Carlos V oía misa cuando precisamente llegó el embajador de un monarca extranjero y con urgencia le pidió audiencia. El emperador le mandó este recado: «Decidle al embajador que yo mismo estoy ahora en audiencia.»
¡Ved ahí la bendita democracia de la oración! Fijémonos; mientras rezan, todos los hombres son iguales. Cualquiera que sea la posición social que se ocupa, sea el que reza sabio o analfabeto, anciano o niño, vasallo o rey..., durante el rezo todos los hombres son iguales: hombres humildes y débiles. Porque todos se humillan cuando en la oración se dan cuenta de la grandeza de Dios; pero también se robustecen los que saben acogerse al brazo vigoroso del Omnipotente.
La vida terrena es el llano de los valles; la fe anclada en Dios es la altura elevadísima de las montañas. Desde las cumbres más elevadas fluye al valle, y le fecunda el agua vivificadora de frescos riachuelos; también en las alturas de la fe, en Dios brota una fuente, sin su agua vivificadora todo se secaría en el llano de la vida terrena. ¿Cuál es esta fuente? La oración.
2.° Quien lo sabe, ya no tendrá dificultad en contestar a la objeción mencionada al principio: «¿Por qué hemos de rezar? ¿El Dios todopoderoso y eterno necesita acaso las oraciones de hombre débil y pequeño?»
¿Sabes cuál es mi contestación?
Tienes razón. Dios no necesita nuestras oraciones. Sin embargo, hemos de orar y rezar, porque nosotros necesitamos a Dios. A) Se puede hablar, leer, reflexionar, demostrar mucho respeto de Dios; pero tan sólo le sentirá aquel que le envía a la eternidad palabras de gratitud, de arrepentimiento, de súplica, de alabanza; en una palabra, el que reza, el que ora.
No se puede explicar —hay que probarlo— cómo la oración levanta el alma, robustece la voluntad, despeja la vista, fortalece la paciencia y —fíjate bien— tranquiliza los nervios, los nervios crispados del hombre moderno. No te escandalices si digo que la influencia de una oración bien hecha por la noche, equivale muy bien, por lo que toca a los nervios, a una dosis de tranquilizante.
Si un cirujano antes de la operación, un juez antes de fallar el pleito, un padre de familia antes de tomar decisiones graves, levanta su alma por un momento y reza: «Señor mío, ven a mi lado, ayúdame para que obre lo mejor posible», experimentaría cómo encuentra lo mejor de sus fuerzas, qué nuevas fuentes de energías insospechadas e inexplicables ha descubierto en su interior esa orientación hacia Dios.
¡La orientación hacia Dios! ¡El pedir consejo a Dios! En medio de las complejas ocupaciones de la vida moderna, el hombre se para a menudo sin saber qué hacer. En estas ocasiones no sabe dónde acogerse, esboza planes, escribe cartas, telefonea, pide consejo a todo el mundo, y, al final, todavía es mayor el caos en su cabeza. Pero el que cree en Dios, a Dios le pedirá en semejantes ocasiones el primero y el último consejo.
Dijo alguien, y vio con acierto la situación: «El hombre actual tiene muchos deleites y pocas alegrías.» Compra muy caramente los placeres en los lugares de diversión; pero cosecha muy pocas alegrías que le tranquilicen, le conforten y le levanten.
¡Oh, si llegase por lo menos a conocer las alegrías de la oración bien hecha!
La oración es silencio, calma y descanso; y ¡qué bienestar se encuentra en esto! Nuestros nervios agotados descansan y nuestra alma cansada disfruta del silencio de la oración. En nuestro cuarto solitario, en la iglesia silenciosa, en la cumbre donde los ruidos no llegan, en el bosque que no oye rumores de palabras... en cualquier parte, es igual: sólo es preciso que haya silencio.
Por esto se reza y ora mejor por la mañana, cuando los acontecimientos del día no han turbado aún nuestra alma, y por la noche, cuando ya no hemos de preocuparnos más del día que ha pasado.
¡Qué gracia para nosotros! ¡Qué agradecidos hemos de estar porque nuestra religión católica nos recomienda la oración diaria, es decir, nos asegura cada día algunos momentos de silencio! Dentro de poco ya nos faltará el momento que podamos llamar nuestro; todo nuestro tiempo hemos de darlo al trabajo, a ganarnos el sustento, a la agitación, a los pesares, a las diversiones.
Somos más pobres que nuestras máquinas; éstas, por lo menos, descansan durante la noche, mientras que las preocupaciones vienen a turbar muchas veces nuestro sueño. Pero ved ahí que llega la oración y nos dice: ¡Ahora, por fin, eres tuyo..., eres de tu alma..., eres de Dios!
¡Qué agradecidos hemos de estar porque nos tenemos un tiempo para la oración!
B) Y es preciso hacer resaltar aquí la gloriosa característica de nuestro Cristianismo; el amor de la oración. Sí, nosotros los cristianos somos de la estirpe de los que rezan y oran sin cesar. En ninguna parte del mundo se reza: a) con tanto fervor, y b) tan a menudo como en la religión cristiana.
a) Nadie sabe rezar con tanto fervor como nosotros. Porque nosotros no sólo creemos que Dios es el Creador soberano del mundo sino que es también nuestro Padre celestial que con amor orienta el curso del mundo y la vida de cada hombre. Como Creador, es capaz de ayudarnos; como Padre, quiere darnos su ayuda.
Dirás, acaso: también los que profesan otra religión suelen rezar. Es verdad. Pero no como nosotros, los cristianos. No saben rezar con tanto fervor, con tanta confianza... Porque sólo nosotros unimos en Dios los dos conceptos, al parecer, contrarios: Creador y Padre.
Por ser Creador, de un poder infinito, nos humillamos ante El, hasta llegar a la nada de nuestra pequeñez, que no rebasa la de un grano de arena; pero como quiera que es también Padre, nos atrevemos a levantarnos hasta Él, le tratamos con confianza, y hasta le tuteamos. Al jefe de nuestra empresa no nos atrevemos a tutearle, no osamos tutear tampoco a nuestros superiores, pera todos tuteamos a Dios, el niño pequeño y la viejecita analfabeta.
b) Pero hay más: sostengo que el Cristianismo es la religión de los que oran y rezan, porque en ninguna parte se reza tanto como entre nosotros.
Las primeras palabras que se enseñaban en las familias cristianas al pequeño niño que empezaba a balbucear —ojalá sucediera todavía hoy día — eran las palabras «Dios» y «Jesús». Lo primero que aquella criaturita humana tenía que aprender era una oración en verso.
Y cuántas veces se escapa la pregunta de los labios de las madres cristianas: «¡Hijo mío, ¿has rezado ya?!»; Y cuando se despide el hijo que emprende un largo viaje, la última palabra maternal que le llega es ésta: «No te olvides jamás de rezar.»
Nadie en el mundo siente tanto la majestad de Dios como la religión cristiana; así resulta natural su empeño en que se el culto divino, la adoración a Dios, no cese ni un momento en la tierra.
Es bella y piadosa costumbre cristiana el rezo de la mañana y de la noche. ¡Qué alegría nos produce el saber que siempre hay alguien en el mundo rezando al Señor, ya que siempre hay una porción de la tierra en la que empieza a rayar el alba, y otra, al mismo tiempo, en la que la noche comienza.
Pero la santa Iglesia católica da un paso más en la adoración y la alabanza de Dios. Bien sabe que los simples fieles, debido a las graves preocupaciones terrenas, durante el día no tienen tiempo para rezar, y por esto prescribe por lo menos a sus sacerdotes que dediquen diariamente, por lo menos, una hora a rezar el Breviario.
Pero el Breviario no se puede considerar como el rezo particular de un sacerdote, sino el perenne cántico de alabanza que se levanta por doquier, desde la tierra, hacia el Padre celestial, cántico que entona la Iglesia santa.
En verdad: por doquier..., desde la tierra. En cualquier parte del mundo hay un sacerdote de la Iglesia católica alabando a Dios y dándole gracias, recitando el Breviario.
En un avión, en un tren, en el bosque —mientras el sacerdote se pasea con una pequeña tropa de «boy-scout»,—, en los claustros conventuales, en las misiones de África, de Alaska..., en cualquier sitio encontramos al sacerdote con su Breviario.
Se ora continuamente. En las iglesias, en las chozas de los pobres, en medio del estrépito de la calle, en el lecho del enfermo... ¡cuánto se reza por todas partes! Sólo el Dios podría decir cuántas oraciones suben al cielo diariamente desde millones de corazones...
Es la lógica consecuencia de nuestra confesión de fe: «Creo en un Dios Padre bondadoso...»
II ¿CÓMO SE HA DE REZAR? ¿CÓMO SE HA DE ORAR?
1.º En nuestros días se ha extendido mucho la costumbre de aprender idiomas extranjeros. Se abren cursos a cada paso. Muchísimas personas aprenden idiomas extranjeros, porque es la condición básica de la comunicación mundial.
También la comunicación ultraterrena tiene su lengua oficial: la oración. Es verdad que Dios comprende todas las lenguas, pero no escucha más que una sola: la lengua de la oración. ¡Cuánto se sacrifican los hombres para aprender inglés, francés, italiano...! ¡Ojalá tuvieran tanto tiempo para ejercitarse en el lenguaje del más allá! Porque también éste se ha de aprender y se ha de practicar.
¿Aprender? ¿De quién? ¿Quién es el mejor maestro del lenguaje ultraterreno? No os maravilléis si os digo: el pordiosero y el niño.
¡El pordiosero! ¿Por qué rezamos? Porque somos pobres, y Dios, en cambio, es rico; porque somos débiles, y Dios, en cambio, es poderoso. Cuanto más considere el hombre lo pequeño y lo pobre es ante Dios, tanto mejor será su oración: tanto más humilde, tanto más ardorosa, tanto más perseverante.
Y ¿el niño? El niño sabe expresar sus sentimientos aun sin proferir palabra, con sólo el gesto, el movimiento, la sonrisa. El pequeñuelo habla mucho antes de saber ejercitar su lengua; habla con la mirada, con la sonrisa que dirige a su madre. Y ¡qué elocuente, qué emocionante es este hablar sin palabras... esta oración sin palabras! ¡Es el ocultarse en Dios del alma que ora!
El santo cura de Ars notó que uno de sus sencillos feligreses pasaba largas horas ante el Sagrario sin moverse. ¿Qué haces tú aquí?, le pregunta el párroco. Je le vise, il me vise: «Miro a Jesús, Jesús me mira a mí» ¡Qué palabras más sublimes, fervorosas y filiales! De manera que es posible rezar sin palabras, largamente, sin moverse, pero mirando con encendido amor al Santísimo Sacramento, al crucifijo...
2.º Para dar unos medios prácticos que ayuden a hacer bien la oración, juzgo oportuno mencionar brevemente estos tres pensamientos:
A) Rezamos a Dios, que está sobre nosotros; B) Rezamos a Dios, que está entre nosotros, y C) Rezamos a Dios, que está dentro de nosotros.
A) ¡Rezamos a Dios que está sobre nosotros!
Es rasgo característico del habla humana el llamar «superiores» a las personas en las cuales se piensa con respeto. Superior significa que, en nuestro concepto, la persona de que se trata está sobre nosotros. El estudiante ve a su profesor en la altura de la cátedra; al juez, defensor de la ley, le respetamos contemplándole en la altura del tribunal; al monarca, en la altura del trono. Es muy lógico, pues, que al pensar en Dios, en la autoridad suprema, nuestros ojos busquen espontáneamente el cielo; aún más, que en la santa Misa el sacerdote celebrante extienda sus manos hacia el cielo. Lo hemos aprendido de Jesucristo, que también oró de esta manera en diferentes ocasiones.
Con este hecho, ¿rechazamos acaso nuestra creencia de que Dios está presente por doquier? De ningún modo. Solamente queremos ayudar a nuestra alma con esta actitud, a fin de que durante la oración pueda deshacerse de las preocupaciones terrenas y se levante sobre todos los seres creados, sobre los montes, los valles, los bosques, los mares, los millones de estrellas de la bóveda celeste, y, como arrancándose del mundo —en cuanto es posible durante esta vida mortal—, adore al Dios verdadero, que está sobre todo el universo.
He de levantar de las cosas terrenas mi alma para hacer oración, para encontrarnos con nuestro Padre celestial.
B) Además, rezamos a Dios, que está entre nosotros. ¿Dios entre nosotros? Pero acabamos de decir que está sobre nosotros, más arriba que todas las cosas creadas.
Es cierto. Pero no lo es menos que Dios está también en medio de nosotros. No ignoráis cómo empieza el Evangelio, según San Juan: «En el principio era el Verbo..., y el Verbo era Dios» (Jn 1,1). «Y el Verbo se hizo carne; y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Es decir, el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, asumió cuerpo mortal y vivió en medio de nosotros, y cuando regresó a su Padre celestial, no nos abandonó, ni siquiera entonces, sino que se quedó en medio de nosotros, sobre nuestros altares, en el Santísimo Sacramento. «Por esto adoramos este gran Sacramento postrados en tierra, porque bien sabemos que en él está el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo»
C) Finalmente, rezamos á Dios, que está dentro de nosotros.
Si lo dijera un hombre, no lo creería. Pero he de creerlo si me lo dice Jesucristo. «El que me ame —dijo en cierta ocasión el Señor— guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada dentro de é1» (Jn 14,23). ¿No son bien claras estas palabras? Quien ama a Dios y cumple sus preceptos, tendrá a Dios morando en su alma. ¡Qué revelación más sublime! Tal hombre es templo vivo de Dios, es un tabernáculo viviente.
Puedo rezar, no sólo de palabra, sino también con obras. La oración más hermosa que le podemos tributar a Dios es precisamente una vida que se ajuste a todos sus preceptos. Al decir, pues, que oramos también con nuestra vida, no hago sino repetir las palabras de San Pablo: «Glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor 6,20). Hubo compositores que escogieron para sus obras títulos tan como éste: «Canciones sin palabras.» También la vida humana, conforme a la voluntad de Dios, viene a ser una canción y una oración sin palabras que glorifica a Dios.
¡Qué edificante viene a ser la piadosa costumbre que tienen muchos cristianos fervorosos de no pasar ninguna fiesta solemne sin confesarse y sin comulgar! Es el modo más profundo y hermoso de celebrar las fiestas: disponerlo todo de suerte que, si el polvo de la vida ha cubierto nuestra alma, y nuestra debilidad humana ha caído por la fuerza de la tentación, por lo menos pueda volver una y otra vez a nuestro interior el Dios misericordioso, lleno de perdón.
¡Recemos a Dios, que está dentro de nosotros!
Un viejo pescador llevaba en su barca a un joven. En uno de los remos se leía esta inscripción: «¡Reza!, y en el otro «¡Trabaja!» El joven dijo con ironía: «Basta con trabajar; ¿por qué se ha de rezar también?».
El viejo no contestó; pero soltó el remo en que estaba escrita la palanca «reza» y empezó a remar tan sólo con el otro. Remaba, remaba, pero no hacían más que dar vueltas en el mismo punto sin adelantar un paso. Entonces comprendió el joven que junto al remo del trabajo se necesitaba también el otro: el de la oración.
Yo, por tanto, rezo a Dios, que está sobre mí: es mi rezo habitual de la mañana y de la noche; rezo a Dios, que está entre nosotros: es mi oración en la iglesia, ante el Sagrario; y rezo a Dios, que está dentro de mí: cuando comulgo y cuando mi vida está orientada según la voluntad de Dios. Yo no necesito que se me prescriba, bajo pena de pecado grave, participar de la Misa, confesarme y comulgar por lo menos una vez al año. Yo no necesito que se me tenga que mandar rezar. Para mí la oración es un tiempo maravilloso en el que me encuentro con Dios, le hablo y le escucho; para mi es enormemente consuelo que Dios se digne escuchar mis palabras; para mí es la mayor de las distinciones.