(De "La paz interior" por Jacques Philippe)
Para comprender la importancia fundamental que tiene, en el desarrollo de la vida cristiana, el afán por adquirir y conservar lo más posible la paz del corazón, en primer lugar hemos de estar plenamente convencidos de que todo el bien que podamos hacer viene de Dios y sólo de Él. «Sin mí no podéis hacer nada», ha dicho Jesús (Jn 15,5). No ha dicho: no podéis hacer gran cosa, sino «no podéis hacer nada». Es esencial que estemos bien persuadidos de esta verdad, y para que se imponga en nosotros no sólo en el plano de la inteligencia, sino como una experiencia de todo el ser, habremos de pasar por frecuentes fracasos, pruebas y humillaciones permitidas por Dios. Él podría ahorrarnos todas esas pruebas, pero son necesarias para convencernos de nuestra radical impotencia para hacer el bien por nosotros mismos. Según el testimonio de todos los santos, nos es indispensable adquirir esta convicción. En efecto, es el preludio imprescindible para las grandes cosas que el Señor hará en nosotros por el poder de su gracia. Por eso, Santa Teresa de Lisieux decía que la cosa más grande que el Señor había hecho en su alma era «haberle mostrado su pequeñez y su ineptitud».
Si tomamos en serio las palabras del Evangelio de San Juan citadas más arriba, comprenderemos que el problema fundamental de nuestra vida espiritual llega a ser el siguiente: ¿cómo dejar actuar a Jesús en mí? ¿Cómo permitir que la gracia de Dios opere libremente en mi vida?
A eso debemos orientarnos, no a imponernos principalmente una serie de obligaciones, por buenas que nos parezcan, ayudados por nuestra inteligencia, según nuestros proyectos, con nuestras aptitudes, etc. Debemos sobre todo intentar descubrir las actitudes profundas de nuestro corazón, las condiciones espirituales que permiten a Dios actuar en nosotros. Solamente así podremos dar fruto, «un fruto que permanece» (Jn 15,16).
La pregunta: «¿Qué debemos hacer para que la gracia de Dios actúe libremente en nuestra vida?», no tiene una respuesta unívoca, una receta general. Para responder a ella de un modo completo, sería necesario todo un tratado de vida cristiana que hablara de la plegaria (especialmente de la oración, tan fundamental en este sentido...), de los sacramentos, de la purificación del corazón, de la docilidad al Espíritu Santo, etc., y de todos los medios por los que la gracia de Dios puede penetrar más profundamente en nuestros corazones.
En esta corta obra no pretendemos abordar todos esos temas. Solamente queremos referirnos a un aspecto de la respuesta a la pregunta anterior. Hemos elegido hablar de él porque es de una importancia absolutamente fundamental. Además, en la vida concreta de la mayor parte de los cristianos, incluso muy generosos en su fe, es demasiado poco conocido y tomado en consideración.
La verdad esencial que desearíamos presentar y desarrollar es la siguiente: para permitir que la gracia de Dios actúe en nosotros y (con la cooperación de nuestra voluntad, de nuestra inteligencia y de nuestras aptitudes, por supuesto) produzca todas esas obras buenas que Dios preparó para que por ellas caminemos, es de la mayor importancia que nos esforcemos por adquirir y conservar la paz interior, la paz de nuestro corazón.
Para hacer comprender esto podemos emplear una imagen (no demasiado «forzada», como todas las comparaciones) que podrá esclarecerlo. Consideremos la superficie de un lago sobre la que brilla el sol. Si la superficie de ese lago es serena y tranquila, el sol se reflejará casi perfectamente en sus aguas, y tanto más perfectamente cuanto más tranquilas sean. Si, por el contrario, la superficie del lago está agitada, removida, la imagen del sol no podrá reflejarse en ella.
Algo así sucede en lo que se refiere a nuestra alma respecto a Dios: cuanto más serena y tranquila está, más se refleja Dios en ella, más se imprime su imagen en nosotros, mayor es la actuación de su gracia. Si, al contrario, nuestra alma está agitada y turbada, la gracia de Dios actuará con mayor dificultad. Todo el bien que podemos hacer es un reflejo del Bien esencial que es Dios. Cuanto más serena, ecuánime y abandonada esté nuestra alma, más se nos comunicará ese Bien y, a través de nosotros, a los demás. El Señor dará fortaleza a su pueblo, el Señor bendecirá a su pueblo con la paz (Sal 29,11).
Dios es el Dios de la paz. No habla ni opera más que en medio de la paz, no en la confusión ni en la agitación. Recordemos la experiencia del profeta Elías en el Horeb: Dios no estaba en el huracán, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, ¡sino en el ligero y blando susurro!
Con frecuencia nos inquietamos y nos alteramos pretendiendo resolver todas las cosas por nosotros mismos, mientras que sería mucho más eficaz permanecer tranquilos bajo la mirada de Dios y dejar que Él actué en nosotros con su sabiduría y su poder infinitamente superiores. Porque así dice el Señor, el Santo de Israel: En la conversión y la quietud está vuestra salvación, y la quietud y la confianza serán vuestra fuerza, pero no habéis querido (Is 30,15).
Bien entendido, nuestro discurso no es una invitación a la pereza o la inactividad. Es la invitación a actuar, a actuar mucho en ciertas ocasiones, pero bajo el impulso del Espíritu de Dios, que es un espíritu afable y sereno, y no en medio de ese espíritu de inquietud, de agitación y de excesiva precipitación que, con demasiada frecuencia, nos mueve. Ese celo, incluso por Dios, a menudo está mal clarificado. San Vicente de Paúl, la persona menos sospechosa de pereza que haya existido, decía: «El bien que Dios hace lo hace por El mismo, casi sin que nos demos cuenta. Hemos de ser más pasivos que activos».