(De "Razones para la esperanza" por el sacerdote, periodista y escritor español José Luis Martín Descalzo (1930-1991))
Me han llamado de no sé qué emisora para preguntarme cuál es mi decálogo. Por lo visto están llamando a una serie de gente para preguntarles cuáles serían los mandamientos que ellos impondrían para que el mundo funcionase bien. Y la idea me hace gracia porque responde a esa vocación oculta de dictadores que todos llevamos en el alma. ¿A quién no le encantaría ser Dios durante media hora con la seguridad de organizar el mundo mucho mejor de lo que lo hizo el auténtico? ¿Quién no ha trazado dentro de su corazón leyes y planes para dirigir «mejor» la libertad humana, frenar la violencia o secar la soledad? El mundo está lleno de diosecillos y, quién más y quién menos, todos tenemos en nuestro corazón un altar en el que nos rendimos un culto idolátrico.
La verdad es que yo no me siento con capacidad "a fabricar un decálogo. ¡Dios sabe cuántas tonterías impondría desde mi capricho! ¡Y sabe también que, cuando los hombres nos ponemos a mandar -ahí están todos los dictadores y dictadorzuelos de la historia-, lo único que conseguimos es implantar el espanto, aunque a veces sepamos camuflarlo bajo un orden de merengue artificial.
Esa es la razón por la que he respondido a los de la emisora que me parece que el decálogo de la Biblia está «bastante bien hecho» y que no me siento con fuerzas para intentar «mejorarlo». Bastante trabajo tengo con dedicarme a cumplir el decálogo que Dios hizo como para dedicarme a imponer a los demás mis mandamientitos.
De todos modos, y para no decepcionar demasiado a quien me preguntaba, he respondido que lo que sí tengo es mi visión personal de los mandamientos de siempre; visión que, como es lógico, sólo intento imponerme a mí mismo, porque bastante sería ya con que yo arreglase un poco mi corazón.
No obstante, y por si a alguien le sirve, he aquí mis formulaciones, que tal vez ayuden a otros a elaborar las propias.
I. Amarás a Dios, José Luis. Le amarás sin retóricas, como a tu padre, como a tu amigo. No tengas nunca una fe que no se traduzca en amor. Recuerda siempre que tu Dios no es una entelequia, un abstracto, la conclusión de un silogismo, sino Alguien que te ama y a quien tienes que amar. Sabe que un Dios a quien no se puede amar no merece existir. Le amarás como tú sabes: pobremente. Y te sentirás feliz de tener un solo corazón y de amar con el mismo a Dios, a tus hermanos, a Mozart y a tu gata. Y, al mismo tiempo que amas a Dios, huye de todos esos ídolos de nuestro mundo, esos ídolos que nunca te amarán pero podrían dominarte: el poder, el confort, el dinero, el sentimentalismo, la, violencia.
II. No usarás en vano las grandes palabras- Dios, Patria, amor. Tocarás esas grandes realidades de año en año y con respeto, como la campana gorda de una catedral. No las uses jamás contra nadie, jamás para sacar jugo de ellas, jamás para tu propia conveniencia. Piensa que utilizarlas como escudo para defenderte o como jabalina para atacar es una de las formas más crueles de la blasfemia.
III. Piensa siempre que el domingo está muy bien inventado, que tú no eres un animal de carga creado para sudar y morir. Impón a ese maldito exceso de trabajo que te acosa y te asedia algunas pausas de silencio para encontrarte con la soledad, con la música, con la Naturaleza, con tu propia alma, con Dios en definitiva. Ya sabes que en tu alma hay flores que sólo crecen con el trabajo. Pero sabes también que hay otras que sólo viven en el ocio fecundo.
IV. Recuerda siempre que lo mejor de ti lo heredaste de tu padre y de tu madre. Y, puesto que no tienes ya la dicha de poder demostrarles tu amor en este mundo, déjales que sigan engendrándote a través del recuerdo. Tú sabes muy bien, José Luis, que todos tus esfuerzos personales jamás serán capaces de construir el amor y la ternura que te regaló tu madre y la honradez y el amor al trabajo que te enseñó tu padre.
V. No olvides que naciste carnívoro y agresivo y que, por tanto, te es más fácil matar que amar. Vive despierto para no hacer daño a nadie, ni a hombre ni a animal, ni a cosa alguna. Sabes que se puede matar hasta con negar una sonrisa y que tendrás que dedicarte apasionadamente a ayudar a los demás para estar seguro de no haber matado a nadie.
VI. No aceptes nunca esa idea de que la vida es una película del Oeste en la que el alma sería el bueno y el cuerpo el malo. Tu cuerpo es tan limpio como tu alma y necesita tanta limpieza como ella. No temas, pues, a la amistad, ni tampoco al amor; ríndeles culto precisamente porque les valoras. Pero no caigas nunca en esa gran trampa de creer que el amor es recolectar placer para ti mismo, cuando es transmitir alegría a los demás.
VII. No robarás a nadie su derecho a ser libre. Tampoco permitirás que nadie te robe a ti la libertad y la alegría. Recuerda que te dieron el alma para repartirla y que roba todo aquel que no la reparte, lo mismo que se estancan y se pudren los ríos que no corren.
VIII. Recuerda que, de todas tus armas, la más peligrosa es la lengua. Rinde culto a la verdad, pero no olvides dos cosas: que jamás acabarás de encontrarla completa y que en ningún caso debes imponerla a los demás.
IX. No desearás la mujer de tu prójimo, ni su casa, ni su coche, ni su vídeo, ni su sueldo. No dejes nunca que tu corazón se convierta en un cementerio de chatarra, en un cementerio de deseos estúpidos.
X. No codiciarás los bienes ajenos ni tampoco los propios. Sólo de una cosa puedes ser avaro: de tu tiempo, de llenar de vida los años -pocos o muchos- que te fueran concedidos. Recuerda que sólo quienes no desean nada lo poseen todo. Y sábete que, ocurra lo que ocurra, nunca te faltarán los bienes fundamentales. el amor de tu Padre, que está en los cielos, y la fraternidad de tus hermanos, que están en la tierra.