(De "Tiempo para Dios" por Jacques Philippe)
Aridez, desgana, tentaciones
Cualesquiera que sean los métodos empleados, la vida de oración se enfrenta, evidentemente, a ciertas dificultades a las que ya hemos aludido: aridez, desgana, experiencia de nuestra miseria, sensación de inutilidad, etc.
Estas dificultades son inevitables; lo primero que tenemos que hacer es no extrañarnos, no alterarnos o inquietarnos cuando se presentan. No sólo son inevitables, sino que son buenas: purifican nuestro amor a Dios, nos fortalecen en la fe, etc.
Hemos de recibirlas como una gracia, pues forman parte de la pedagogía de Dios con respecto a nosotros, para santificarnos y acercarnos a El. El Señor no permite nunca un tiempo de prueba que no vaya dirigido a concedernos a continuación una gracia más abundante.
Lo importante, como ya hemos dicho, es no desalentarse y perseverar. El Señor, que ve nuestra buena voluntad, hará que todo redunde en beneficio nuestro. Las distintas indicaciones que hemos ofrecido a lo largo de estas páginas nos parecen suficientes para comprender el sentido de esas dificultades y poder afrontarlas adecuadamente.
En el caso de grandes dificultades persistentes que nos hacen perder la paz —una incapacidad duradera y total para rezar, lo que puede ocurrir—, es deseable recurrir a un director espiritual que nos tranquilizará y nos dará los consejos apropiados.
Las distracciones
Solamente diremos algunas palabras sobre una de las dificultades más comunes: las distracciones.
Son absolutamente normales y sobre todo no deben extrañarnos ni entristecemos. Cuando nos sorprendemos distraídos, cuando nuestra mente se mar cha a vagabundear no sabemos por dónde, no hemos de desanimarnos ni aborrecernos a nosotros mismos, sino simplemente, tranquilamente y con dulzura reconducir nuestra alma hacia Dios. Y si nuestra hora de oración no consistiera más que en esto, en divagar incesantemente e incesantemente volver a Dios, tampoco es tan grave.
Si cada vez que hemos advertido nuestra distracción hemos tratado de regresar junto al Señor, esta oración, por pobre que sea, habrá resultado sin duda muy grata a Dios… Dios es Padre, sabe de qué estamos hechos y no nos pide éxitos sino buena voluntad. En ocasiones es más beneficioso saber aceptar nuestra pobreza sin descorazonar- nos ni entristecernos, que hacer todo perfectamente.
Añadiremos también que —salvo ciertos estados excepcionales que provoca el mismo Señor— es absolutamente imposible controlar y fijar de un modo completo la actividad del espíritu humano, estar totalmente recogidos y atentos sin ninguna distracción ni dispersión. La oración supone recogimiento, ciertamente, pero no es una técnica de concentración mental. Tratar de conseguir un recogimiento absoluto sería un error y crearía más una tensión nerviosa que otra cosa.
Incluso en los estados de oración más pasivos de los que ya hemos hablado, se produce cierta actividad del espíritu, surgen pensamientos, la imaginación continúa trabajando... El corazón se mantiene en una actitud de recogimiento tranquilo, de profunda orientación hacia Dios, pero las ideas siguen vagabundeando más o menos. A veces puede resultar un poco penoso, pero no es grave y no impide la unión del corazón con Dios. Esos pensamientos se parecen a las moscas que van y vienen pero, en realidad, no perturban el recogimiento del corazón.
Cuando nuestra oración es aún muy «cerebral», cuando se basa sobre todo en la actividad propia de nuestra mente, las distracciones son molestas —pues si estamos distraídos no rezamos—, pero si, por la gracia de Dios, hemos entrado en una oración más profunda, una oración que ha pasado a ser más del corazón, no lo son tanto: el espíritu puede estar un poco distraído —y, de hecho, generalmente estará marcado por un vaivén de pensamientos—, pero eso no impedirá orar al corazón.
La verdadera respuesta al problema de las distracciones no es, pues, que el espíritu se concentre más, sino que el corazón ame más intensamente.