(De "Semillas de contemplación" por Thomas Merton)
Cuando alcancemos la perfección del amor que es la contemplación de Dios en Su gloria, nuestras personalidades inalienables, aunque permaneciendo eternamente distintas, se combinarán, sin embargo, en UNA, de modo que cada uno de nosotros se hallará en todos los demás; y Dios será la vida y realidad de todos. Omnia in omnibus Deus.
Dios es un Fuego devorador. Él solo puede refinarnos como oro y separarnos de la escoria de nuestra egoísta individualidad, para fundirnos en esa totalidad de unidad perfecta que reflejará para siempre Su propia Vida trina y una.
Mientras rehusemos a Su amor el poder de consumirnos enteramente y unirnos en Él, el oro que hay en nosotros quedará oculto por la roca y el barro que nos mantienen opuestos uno a otro.
Mientras no seamos purificados por el amor de Dios y transformados en Él en la unión de la pura santidad, permaneceremos separados, opuestos uno a otro, y la unión entre nosotros será cosa precaria y dolorosa, llena de trabajos y penas, y sin cohesión duradera.
En todo el mundo, a lo largo de toda la historia aun entre los religiosos y los santos, Cristo sufre desmembramiento.
Su Cuerpo físico fue crucificado por Pilatos y los fariseos; su Cuerpo místico es estirado y descuartizado época tras época por los demonios, en la angustia de la desunión que se cría y vegeta en nuestras almas propensas al egoísmo y al pecado.
Por toda la faz de la tierra la avaricia y la concupiscencia de los hombres crían incesantes divisiones entre ellos, y las heridas que arrancan a los hombres de la unión se abren y agrandan en guerras enormes. Asesinatos, matanzas, revoluciones, odios, muerte y tortura de cuerpos y almas, destrucción de ciudades por el fuego, hambre de millones de seres, aniquilamiento de poblaciones y finalmente la cósmica inhumanidad de la guerra atómica: Cristo es asesinado en Sus miembros, desgarrado a pedazos; Dios es asesinado en los hombres.
La historia del mundo, con la destrucción material de ciudades y naciones, expresa la división que tiraniza las almas de todos los hombres y hasta de los santos.
Aun los inocentes, aun aquellos en quienes Cristo vive por la caridad, aun aquellos que desean de todo corazón amarse los unos a los otros, permanecen divididos y separados. Aunque son ya uno en Él, su unión se les oculta, porque todavía posee solamente la secreta sustancia de sus almas.
Pero su mente, su juicio y sus deseos, sus caracteres y facultades humanos, sus apetitos e ideales están todos aprisionados en la escoria de una mundanidad inevitable, que el puro amor no ha podido refinar todavía.
Mientras permanezcamos en la tierra, el amor que nos une nos traerá sufrimientos por nuestro mismo contacto recíproco, porque este amor es el reajuste de un Cuerpo de huesos rotos. Ni los santos pueden vivir con santos, en esta tierra, sin alguna angustia, sin algún dolor ante las diferencias que ocurren entre ellos.
Los hombres pueden hacer dos cosas acerca del dolor de la desunión con otros hombres. Pueden amar u odiar.
El odio retrocede ante el sacrificio y el dolor que son el precio de este reajuste de huesos. Rechaza el dolor de la reunión. Identifica la angustia con los otros hombres, cuya presencia causa angustia en nosotros recordándonos nuestra desunión.
El odio intenta curar la desunión aniquilando a los que no están unidos con nosotros. Busca la paz por la eliminación de todos los que no somos nosotros mismos.
Pero el amor, con su aceptación del dolor de la reunión, empieza a sanar todas las heridas.
Es principalmente en el sufrimiento y el sacrificio requeridos para que los hombres vivan juntos en paz y armonía donde el amor es perfeccionado en nosotros, donde nos preparamos para la contemplación.
Pues el cristianismo no es meramente una doctrina o sistema de creencias: es Cristo que vive en nosotros y une a los hombres unos con otros en Su propia Vida y unidad. “Yo en ellos y Tú, Padre, en Mí, para que sean perfectos en Uno... Y la gloria que Tú me has dado les di Yo para que sean Uno como nosotros somos Uno. In hoc cognoscent omnes quia mei estis discipuli, si dilectionem habueritis ad invicem.
“El que ama no mora en la muerte”.
Si consideras la contemplación principalmente como medio de escapar a las miserias de la vida humana, como un apartamiento de la angustia y sufrimiento de esta lucha por la reunión con otros hombres en la caridad de Cristo, no sabes lo que es la contemplación y nunca hallarás a Dios en tu contemplación. Pues es precisamente en la recuperación de nuestra unión con nuestros hermanos en Cristo donde descubrimos a Dios y Lo conocemos, pues entonces Su vida empieza a penetrar en nuestras almas, y Su amor posee nuestras facultades, y somos capaces de descubrir quién es por la experiencia de Su propia generosidad reflejada en nuestra voluntad purificada.
Hay sólo una verdadera huida del mundo: no es una fuga lejos de tribulaciones, conflictos, dificultades y sufrimientos; sino una fuga de la desunión y separación hacia la unidad y la paz en el amor de los otros.
¿Qué es el “mundo” por el cual no quiso Cristo rogar y del cual dijo que sus discípulos estaban en él, pero no eran de él? El mundo es la inquieta ciudad de los que viven para s mismos y están por tanto divididos unos contra otros en una lucha que no puede terminar, pues continuará eternamente en el infierno. Es la ciudad de los que luchan por cosas limitadas y por el monopolio de bienes y placeres que no pueden ser compartidos por todos.
Pero si intentas escapar de este mundo saliendo solamente de la ciudad y escondiéndote en la soledad, no harás más que llevar contigo la ciudad a la soledad; y sin embargo puedes estar enteramente fuera del mundo permaneciendo en medio de él, si dejas que Dios te libre de tu propio egoísmo y vives sólo para el amor.
Porque huir del mundo no es otra cosa que huir del egoísmo. Y el hombre que se encierra con su propio egoísmo se coloca en una posición en que el mal que lleva dentro lo poseerá como un demonio o lo enloquecerá.
Por esto es peligroso ir a la soledad únicamente por el hecho de que te guste estar solo.