Todo lo que es, es santo

(De "Semillas de contemplación" por Thomas Merton)

No es cierto que los santos y grandes contemplativos no se fijaran en las cosas creadas y no comprendieran ni apreciaran el mundo y sus escenas y sonidos y la gente que vive en él.

¿Crees que su amor a Dios era compatible con el odio a las cosas que lo reflejaban y hablaban de Él en todas partes?

Dirás que debían de estar absortos en Dios y no tenían ojos para ver nada que no fuera Él. ¿Crees que iban por el inundo con rostros de piedra y no escuchaban las voces de los hombres que les hablaban ni comprendían las alegrías y tristezas de los que estaban en torno suyo?

Por estar los santos absortos en Dios eran verdaderamente capaces de ver y apreciar las cosas creadas; porque amaban a Dios solo, sólo ellos amaban a todos.

¿Crees que un santo tiene que excusar su interés en las cosas creadas dando traspiés en su lenguaje para introducir un montón de observaciones convencionales e insípidas acerca de Dios cada vez que habla o piensa acerca del mundo y de lo que hay en él? Un santo es capaz de hablar del mundo sin ninguna explícita referencia a Dios, de tal modo que sus afirmaciones den mayor gloria a Dios y despierten mayor amor a Dios que las observaciones de alguien menos santo, que tenga que esforzarse por establecer una arbitraria relación entre las criaturas y Dios mediante gastadas analogías y metáforas, tan débiles que hacen pensar que algo le pasa a la religión.

Los santos saben que el mundo y todo lo hecho por Dios es bueno, mientras que los que no lo son, o creen que las cosas creadas son impías o no se preocupan por la cuestión en ningún sentido, porque sólo se interesan por si mismos.

Los ojos del santo hacen santa toda belleza, y las manos del santo consagran todo lo que tocan a la gloria de Dios, y el santo no se ofende nunca por nada ni juzga el pecado de nadie, porque no conoce el pecado. Conoce la misericordia de Dios y está en la tierra para traer esa misericordia a todos los hombres.

Cuando estamos unidos al amor de Dios, lo poseemos todo en Él y se lo ofrecemos todo a Él en Cristo Su Hijo. Pues todas las cosas son nuestras, y nosotros somos de Cristo, y Cristo es de Dios. Descansando en Su gloria sobre todo placer y dolor, alegría o pena, y sobre todo otro bien o mal, amamos en todas las cosas Su voluntad más bien que las cosas mismas, y éste es el modo como hacemos de la creación un sacrificio en alabanza de Dios.

Éste es el fin para el que Dios hizo todas las cosas.

El único gozo verdadero en la tierra es escapar de la prisión de nuestro yo (no digo del cuerpo, porque el cuerpo es templo de Dios y, por ello, es santo) y entrar por el amor en unión con la Vida que reside y canta dentro de la esencia de toda criatura y en el centro de nuestras propias almas. En Su amor poseemos y gozamos todas las cosas hallándole a Él en todas. Y así, mientras andamos por el mundo, todo lo que encontramos, todo lo que vemos, oímos y tocamos, lejos de macularnos nos purifica y planta en nosotros algo más de contemplación y de cielo.

No llegando a esta perfección, las cosas creadas no nos traen gozo, sino dolor. Mientras no logramos amar a Dios perfectamente, todo en el mundo es capaz de herirnos. Y el infortunio máximo es ser insensible al dolor que nos inflige y no advertir lo que es.

Pues mientras no amemos a Dios perfectamente Su mundo estará lleno de contradicción. Las cosas que ha creado nos atraen a Él y, sin embargo, nos mantienen apartados de Él. Nos llaman y nos detienen. Lo hallamos en ellas hasta cierto punto y luego ya no Lo encontramos de ningún modo.

Cuando pensamos haber descubierto algún gozo en ellas, la alegría se convierte en pesar; y cuando empiezan a agradarnos, el placer se cambia en dolor.

En todo lo creado, los que todavía no amamos perfectamente a Dios podemos hallar algo que refleja la plenitud del cielo y algo que semeja la angustia del infierno. Gustamos algo del gozo de la bienaventuranza y algo del dolor de la pérdida, que es la condenación.

Lo que de plenitud encontramos en las criaturas pertenece a la realidad del ser creado, una realidad que procede de Dios, pertenece a Dios y refleja a Dios. La angustia que hallamos en ellas pertenece al desorden de nuestro deseo, que busca en su objeto una realidad mayor que la que hay en él; una plenitud mayor de la que una cosa creada es capaz de dar. En lugar de adorar a Dios a través de Su creación, estamos siempre intentando adorarnos a nosotros mismos mediante las criaturas.

Pero adorarnos a nosotros mismos es no adorar nada. Y la adoración de la nada es el infierno.