(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)
Este Espíritu de Dios, en lo más humano del hombre, en el corazón; este santo Espíritu, más profundo que toda maldad abismal; este Espíritu fuerte que mora en nosotros aun detrás de todas nuestras flaquezas, ora en nosotros, interpela por nosotros con gemidos inenarrables. No es sólo el Dios ante el que nos arrodillamos; obra también Él en nosotros, con nosotros, por nosotros. Y lo hace precisamente cuando nosotros obramos lo más decisivo de nuestra vida: la oración.
Como nuestro corazón vence en profundidad a la tersura del día claro, así es nuestra oración más profunda que el pensamiento infantil y simple que cruza por nuestro seco cerebro; más espléndida que nuestro pobre sentimiento, que como un pequeño musgo vegeta penosamente en el endurecido suelo de nuestro corazón.
Cuando oramos se elevan las palabras de la oración como águilas que vuelan en alas del Espíritu por la inmensidad sin límites de los dominios de Dios, sin desfallecer hasta llegar allí donde Él y su corazón son una misma cosa.
Cuando oramos, entonces es lo que estamos diciendo, y lo que en nuestro diminuto yo percibimos de ello, es como un último eco lejano de la llamada de Dios, con la que se llama Él a sí mismo, el Espíritu al Padre, en nosotros; un eco del goce con que Dios mismo es feliz con la gloria de su infinitud; un eco de la auto-afirmación con la que el incondicionado se sustenta en sí mismo de eternidad en eternidad.
Reconoce ¡oh hombre! la dignidad de tu oración. Cuando crees y proclamas que eres partícipe de la naturaleza divina, también crees y proclamas que tu oración no es simplemente la oración de un hombre, del hombre que hay en ti, sino juntamente del Espíritu de Dios que está en ti. Ni tú mismo adviertes las cosas asombrosas que se realizan en tu corazón cuando comienzas a decir: Padre nuestro.
Suena aún esto en tus oídos como algo pobre, desvaído, árido, acaso como algo presuntuoso. Hasta podrá parecerte que lo poquito de tu corazón que ya has logrado recuperar no acompaña a estas palabras. Mas en realidad no es así. Si el Espíritu de Dios está en ti, y sí lo está (o ¿es que no somos bautizados y profesamos la fe y el amor a Cristo?), cierto es que habla Él en nosotros.
Y si escuchas más atentamente (mejor, no escuches, ora; esto es lo único importante, ya tendrás una eternidad para escuchar, pero no tienes más que un tiempo para orar), percibirás algo así como una suave, dulce y lejana melodía, que viene de aquellas profundidades, donde la propia alma canta al unísono con los coros de la eternidad, y habla al unísono con la Palabra del eterno amor, de modo que no podría distinguirse quién habla, si la esposa o el Espíritu.
Nosotros no sabemos pedir convenientemente, el Espíritu lo sabe, y esto basta. El grito de nuestro corazón puede parecemos que se ahoga sin ser oído en el silencio mortal del Dios que calla; el Espíritu, en cambio, clama seguro y perceptible por encima de los abismos de la nada que nos separan del Eterno, y esto basta.
Si el único escudriñador de las últimas profundidades escudriña nuestros corazones y penetra con su mirada hasta lo más íntimo, no temamos. No encontrará allí, en el último fondo, nuestro propio vacío, ni los intranquilizadores genios de los profundos, ni, en fin, los mil disfraces con que de continuo nos engañamos a nosotros mismos, hasta el punto de no saber ya lo que somos.
Encontrará allí a su Santo Espíritu. No oirá, al auscultar el latido de nuestro corazón, la infinita palabrería vana que se derrocha en el mercado de nuestro corazón, ni los desazonantes crujidos de titanes encadenados en los profundos calabozos. Oirá los inenarrables gemidos de su propio Espíritu, que intercede ante Dios por sus Santos. Y lo oirá como si fuera nuestro gemido, como acento que se desprende de las caóticas disonancias de nuestra vida, en polifónica sinfonía a honra del Altísimo.