Oda a la resurrección de Cristo

(Del poeta español Luis López Anglada (1919-2007))
Era la sepultura la peña viva. El cuerpo,
despojo del Calvario, descansaba en su centro.
Gravitaba la piedra sobre el suelo rocoso
como un peso de mundos que cerrase la entrada.

Acaso se filtraban por la piedra las gotas
de un manantial que nunca contempló las estrellas
Quizás el aletazo de un pájaro nocturno
despertaba los ecos del sepulcro sombrío.

Pero Tú estabas muerto...
Repito esta palabra,
y el Mundo es en mis labios como una inmensa tumba.
Porque Tú estabas muerto, como el mármol sin alma,
como la tierra seca, como todos los muertos.

La sangre no mojaba las heridas abiertas
ni el viento levantaba la cabellera oscura,
la quietud de la muerte habitaba en tu cuerpo
y, en su centro, callaba tu corazón parado.

Y así fue el primer día.
Se remontó la rosa
del Sol en las colinas. Los hombres te ignoraban.
Los mendigos del mundo se abrasaban hambrientos
y un corazón de harapos mendigaba en las sombras.

Revestidos de oro hombres de los triclinios
coronados de flores fustigaban esclavos.
Espadas relucientes como estrellas fugaces
cosechaban la sangre de los hombres vencidos.

Y así el segundo día.
Caballos de lujuria
gritaban en el pulso cegador de las sienes.
El aire era una seca nostalgia de tu ausencia
y canes de avaricia devoraban los sueños.

Pero Tú estabas muerto. El vidrio de tus ojos
reflejaba los brillos de las húmedas rocas.
Fuera el mundo gritaba su locura de siglos.
En el silencio, idénticos, tus labios y la piedra.

Y así fue el tercer día.
Sin tregua te buscaban
hombres enloquecidos sin encontrarte nunca,
hombres que se sabían lodo impuro, materia,
carne de sepultura. Te buscaban en vano.

Sin sosiego repito esta palabra: Muerto.
Es en vano la búsqueda, son en vano los gritos.
Muerto, muerto, estás muerto como el mármol sin alma,
como la tierra seca, como todos los muertos.

Pero yo soy la roca que te oprime en su centro.
Somos todos los hombres, mármoles verticales,
dura piedra la sangre, que ahogamos tu palabra,
dura roca los labios, que cegamos tus ojos,

para que, fuera, clamen hombres desesperados
con hambre en las entrañas, somos la peña viva
para que, coronados de luz, en los triclinios
corras los vinos rojos como el sol de Septiembre,

para que te busquemos sintiéndonos vacíos,
gravitando la roca de la vida en las sienes
y para que nos nazca la rosa de los hijos
mirando con espanto la sequedad del aire.

¡Oh, alborada tercera!
Se deshacen las sombras
y un filo de alas blancas amanece en la gruta.
Repentina, la sangre se desliza del pecho
y se enciende en los ojos el clamor de la vida.

¡Oh, vendaval de vientos cálidos como estrellas!
¡Levedad de la roca separada en el aire!
El mármol se hace tibio, la tierra se levanta
y el himno de los mundos se yergue vertical.

Detenidos los tiempos, con gravidez de monte,
con levedad de ala, el muerto se levanta
y, en pie sobre la vida, van los hombres pasando,
pasando interminable, inacabablemente.

Siglos, hombres, caminan delante de sus ojos.
Van naciendo y muriendo. Su palabra es eterna.
Van pasando los hombres, llegamos a la vida
y oigo, escuchamos todos, la razón de su vuelta.

Para que no busquemos al vivo entre los muertos
se hizo viva la sangre; para que nuestros ojos
lloren con los que lloran y sintamos el hambre
de los que se desgarran de dolor las entrañas.

Para que tengan cielo los hijos que nos siguen
como rosas nacidas de la carne doliente;
para que los esclavos nos llamen sus hermanos
al partir las cadenas, se hizo viva su muerte.

Para que nuestras lágrimas encuentren su camino
y se tienda la mano y se rompan las horcas
y brillen las espadas en la mano del justo
y el leñador sonría al cesar su trabajo.

Para que bendigamos la tierra de que somos,
las hermanas estrellas y el hermano malvado;
para que comprendamos, para que perdonemos,
¡para que nos amemos los unos a los otros!