¡Llamadas y ecos de la noche!
En la noche.
Noche sin fe.
Noche con la esperanza del tamaño de un vaso
—y en su fondo la sed del vacío—.
Noche incaritativa, despiadada, inhóspita.
Noche que baja hacia el no amanecer por peldaños de muerte.
Son los suburbios de la gran ciudad.
Son las orillas del corazón desolado.
Por cielo, un pesado techo de hierro.
Por música, el trepidante lamento del tren,
el angosto arrastrarse del animal subterráneo que huyendo de la luz se retrae en la madriguera.
Es la noche.
Noche de densas nubes, de cruel luna invisible.
Noche de ojos ciegos, de relojes sin tiempo.
Noche de boca negra, de fauces ávidas,
de labios abrasados en la llama sin amor del alcohol
—no el alcohol que sube por el termómetro,
el que conserva el feto en el hermético frasco del laboratorio—.
Noche enorme de espejos sin sueño, ni imagen.
Noche de largos túneles donde el frío de la Nada cala hasta el hueso.
Es de noche. Noche
ajena a la rotación de los astros,
a la respiración acompasada del mar,
al dulce empuje de la rama y la flor hacia mayo.
Son los suburbios de la vida,
son las orillas de la Nada,
el inverosímil punto de sutura entre el Ser y el No Ser.
Son los hombres —es el Hombre— en la Noche.
Oh Dios, míralos —míranos— con tus mil ojos compasivos,
con tu remota luz vigilante.
Míranos con todas tus estrellas.
Despéjanos el cárdeno nubarrón de la Nada.
Sácanos de la noche.
Llévanos hacia la luz.
¡Llamadas y ecos de la noche!