(De "Oraciones de vida" de Karl Rahner)
De nuevo vengo ante ti, mi Dios, que eres el santo y justo, el verdadero y fiel, el sincero y bueno. Al entrar a tu presencia tengo que postrarme como Moisés y exclamar como Pedro: «Apártate de mi, que soy un pecador». Lo sé; sólo puedo decirte propiamente una cosa: apiádate de mí. Estoy necesitado de tu gran misericordia, pues soy un pecador.
No soy digno de tu misericordia. Pero tengo humilde confianza e invoco tu graciosa misericordia; todavía no soy un hombre perdido, sino un habitante de esta tierra que aún lleva la añoranza del cielo de tu bondad y que humildemente acoge con lágrimas de alegría el regalo sin fondo de tu misericordia.
Señor, mira mi miseria. ¿A quién iría si no es a ti? ¿Cómo podría yo soportarme a mí mismo si no es en la convicción de que Tú me soportas, en la experiencia de que todavía eres bueno conmigo? Fíjate en mi miseria. Mira a tu siervo, el cobarde y terco, el superficial. Mira mi pobre corazón: te da sólo lo imprescindible, no quiere prodigarse en tu amor. Mira mis oraciones: te son presentadas con desgana y mal humor y mi corazón casi siempre se alegra cuando puede dejar de hablar contigo y pasar a otras ocupaciones.
Contempla mi trabajo: mal que bien está forzado por la presión de lo cotidiano; raramente está hecho en el fiel amor a ti. Escucha mis palabras: escasamente son palabras del amor y la bondad generosa. Mira, ¡oh, Dios!: no ves a un gran pecador sino a uno pequeño. Hasta mis pecados son pequeños, ruines, monótonos. Mi voluntad y corazón, mi sentido y mi fuerza son mediocres en todas las dimensiones. Incluso en las malas obras. No obstante, Dios mío, cuando contemplo esto me siento profundamente horrorizado: ¿no es esto que digo de mí mismo precisamente lo característico de un tibio? ¿No has dicho Tú que prefieres a los fríos antes que a los tibios? ¿No es mi mediocridad un camuflaje tras el que se esconde lo peor, para no ser reconocido: un corazón egoísta y cobarde, un corazón perezoso e insensible a la magnanimidad y la anchura?
¡Apiádate de mi pobre corazón, Tú que eres el Dios de la magnanimidad y del amor, de la bendita liberalidad! ¡A este pobre y seco corazón otórgale tu Espíritu Santo para que lo transforme! ¡Que tu Espíritu cauterice por dentro mi yerto corazón con el miedo ante tus juicios a fin de que despierte! ¡Que lo llene de temor y temblor con tal de que sacuda la rigidez letal de los desesperanzados y resignados! ¡Que lo haga humilde y abatido con tal que lo llene de aspiración a la santidad y de confianza en el poder de tu gracia! ¡Que tu Espíritu visite mi corazón con la santa penitencia, que es el principio de la vida celeste! ¡Que lo visite con la confianza en la fuerza de tu Consolador que torna los corazones valientes y activos, alegres y audaces en tu servicio!
Sólo si me das tu gracia sentiré que tengo necesidad de ella. Sólo el regalo de tu misericordia me hace entender y admitir que soy un pobre pecador. Únicamente tu amor me da el coraje de odiarme sin desesperar.