(De "Caminos de oración" por Michel Quoist)
Muchos creyentes sinceros pero ignorantes o ingenuos, han caricaturizado la imagen de Dios. Los hombres de nuestro tiempo cada vez rechazan más esta caricatura. Tienen razón. Es un dios falso.
Pero para nosotros, ¿quién es Dios? ¿El todopoderoso a la manera de los hombres o el todopoderoso del amor?
En el primer caso, y bajo el pretexto de fe, corremos el peligro de desentendernos: como Dios lo hace todo, «allá él». Y lo que es peor, corremos el peligro de montar poco a poco una religión de servidumbre y de temor. Hay que conseguir «el favor» de Dios, obedecer para evitar los castigos y sobre todo la condenación eterna. Y aún más grave, arrastramos a Dios a un callejón sin salida, convirtiéndolo en responsable o cómplice de las muertes injustas y de los sufrimientos de toda clase que aplastan a la humanidad.
En el segundo caso, tratamos de vivir nuestra vida paso a paso como una respuesta de amor al Amor, que se propone pero que nunca se impone. Descubrimos entonces maravillados hasta qué punto somos libres frente a Dios, responsables de nuestra vida, de la de nuestros hermanos y de la del mundo.
Lo esencial de la fe está en creer que somos infinitamente amados. Si acogemos ese Amor, entonces nuestra conducta cambia totalmente. Nos sentimos «recreados» y de siervos pasamos a hijos libres de un Padre «adorable». E intentamos «por amor» y no por «obligación» colmar todos los deseos de ese Padre.
El nos eligió en Cristo
antes de la creación del mundo, para ser su pueblo
y mantenernos sin mancha en su presencia.
El nos destinó de antemano, llevado de su amor
y conforme al beneplácito de su voluntad,
a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo,
para que la gracia que derramó sobre nosotros,
por medio de su Hijo querido,
se convierta en himno de alabanza a su gloria (Ef 1,4-6).
El que no ama no sabe nada de Dios,
porque Dios es amor.
Y el amor que Dios nos tiene se ha manifestado
en que envió al mundo a su Hijo Unigénito,
para que vivamos por él.
El amor no está en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó a nosotros,
y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados (1 Jn 4,8-10).
Dios mío, no creo
que tú hagas caer la lluvia o brillar el sol,
a la carta,
por encargo,
para que brote el trigo del labrador cristiano
o resulte la fiesta organizada por el señor cura;
que tú encuentres trabajo para el parado
que es buena persona
y dejes que los otros sigan buscando
sin encontrarlo jamás;
que tú libres de un accidente
al hijo cuya madre ha rezado
y dejes que muera el hijo
que no tiene madre para implorar al cielo;
que des tú mismo de comer a los hombres
cuando te lo pedimos,
y dejes que mueran de hambre
cuando no te lo pedimos.
Dios mío, no creo,
que nos lleves a donde tú quieres
y no tengamos más que dejarnos llevar,
que nos envíes esta prueba
y que no tengamos más que aceptarla,
que nos ofrezcas este triunfo
y que no tengamos más que agradecértelo,
que cuando tú lo decides, por fin, llames a ti
a quien amamos
y que no tengamos más que resignarnos.
No, Dios mío, no creo
que seas un dictador
que disfruta de todos los poderes
para imponer tu voluntad
por el bien de tu pueblo;
que seamos marionetas
y a tu antojo
tires de los hilos,
y que nos hagas representar un misterioso drama
en el que tú desde siempre has determinado
los más mínimos detalles de la representación.
No, no lo creo,
no lo creo ya,
porque sé ahora, Dios mío,
que tú no lo quieres,
y que no lo quieres
porque eres AMOR,
porque eres PADRE
y nosotros somos tus hijos.
Perdón, Dios mío,
por haber desfigurado tu adorable rostro
durante demasiado tiempo,
por haber creído que
para conocerte y comprenderte
era preciso imaginarte
adornado hasta el infinito
de dominio y poder,
como te imaginamos siempre
al estilo humano.
Hemos empleado palabras precisas
para pensar en ti y hablar de ti,
pero en nuestros corazones cerrados
estas palabras se han convertido en trampas,
y hemos traducido:
omnipotencia,
voluntad,
mandato,
obediencia,
juicio...
a nuestro lenguaje de hombres orgullosos
soñando en dominar a nuestros hermanos;
y te hemos atribuido
castigos,
sufrimientos y muertes,
siendo así que tú querías para nosotros
el perdón,
la felicidad y la vida.
Sí, Dios mío, perdón,
porque no nos hemos atrevido a creer
que por amor
desde siempre nos has querido LIBRES,
no sólo libres para decir sí o no
a lo que tú previamente habías decidido,
sino libres para pensar,
escoger,
actuar
en cada instante de nuestra vida.
No nos hemos atrevido a creer
que hasta tal punto quisiste nuestra libertad
que has corrido el riesgo
del pecado,
del mal,
del sufrimiento,
frutos podridos de nuestra libertad desviada,
horrible pasión de tu amor escarnecido,
que has corrido el riesgo de perder
a los ojos de muchos de tus hijos
tu aureola de bondad infinita
y la gloria de tu omnipotencia.
No nos hemos atrevido a comprender, por fin,
que cuando quisiste revelarte definitivamente
a nuestros ojos,
viniste a la tierra
pequeño,
débil,
desnudo.
Y que moriste clavado a una cruz,
abandonado,
impotente,
desnudo,
para indicar al mundo que tu sola potencia
es la potencia infinita del amor,
amor que nos libera
para que podamos amar.
Dios mío, ahora sé que tú lo puedes todo
.. .excepto privarnos de la libertad.
Gracias, Dios mío, por esa hermosa y tremenda libertad,
regalo supremo de tu amor infinito.
¡Somos libres!
¡Libres!
Libres para adueñarnos poco a poco de la naturaleza
para ponerla al servicio de nuestros hermanos,
o libres para desnaturalizarla
explotándola para nuestro único provecho;
libres para defender y desarrollar la vida,
para combatir todos los sufrimientos
y todas las enfermedades,
o libres para malgastar inteligencia, energía, dinero,
para fabricar armas
y matarnos entre nosotros;
libres para darte hijos o para negártelos,
para organizarnos y compartir nuestras riquezas
o dejar que millones de hombres
mueran de hambre sobre una tierra fértil;
libres para amar
o libres para odiar,
libres para seguirte
o para rechazarte.
Somos libres...
pero INFINITAMENTE amados.
Dios mío, creo
que porque nos amas y porque eres nuestro Padre,
desde siempre sueñas para nosotros
una felicidad eterna,
que constantemente nos propones,
pero que nunca nos impones.
Creo que tu Espíritu de amor
en el corazón de nuestra vida,
cada día nos inspira fielmente
los deseos de tu Padre,
y creo que en medio del inmenso barullo
de las libertades humanas,
los acontecimientos que nos afectan,
los que hemos escogido
y los que no hemos escogido,
sean buenos o malos,
fuente de alegrías o de crueles sufrimientos,
todos pueden,
gracias a tu Espíritu que nos acompaña,
gracias a ti que nos amas en tu Hijo,
gracias a nuestra libertad que se abre a tu AMOR,
llegar a ser para nosotros y por nosotros
siempre providenciales.
Dios mío, tan grande y enamorado,
tan humilde, tan discreto ante mí,
que sólo puedo alcanzarte y comprenderte
siendo pequeño,
concédeme la gracia de creer con todas mis fuerzas
en tu única «omnipotencia»:
la omnipotencia de tu AMOR.
Así, un día podré, con mis hermanos,
orgulloso de haber permanecido un hombre libre,
desbordando de felicidad,
oír que me dices:
Hijo mío, tu fe te ha salvado.