Actitudes ante la muerte

(De "Eternizar la vida" por Louis Evely)

Rechazo

Vivir nos parece tan natural que no imaginamos que sea posible dejar de hacerlo. Todos sabemos que el hombre es mortal, pero ninguno de nosotros admite que eso le concierne personalmente.

En momentos de frivolidad, se nos ocurre jugar con la idea de que tenemos que morir, pero sólo es para valorar mejor lo lejos que estamos aún, y tranquilizarnos al sentirnos todavía tan vivos.

Incluso la muerte de los demás, por admisible que nos parezca, hemos de explicarla por una causa especial, por un concurso de circunstancias, por una agresión exterior: «¿Cómo es que ha muerto? No debería haber muerto. Habría podido evitarlo». Sólo la muerte de alguien a quien amamos tanto como para sentirlo parte de nosotros mismos nos arranca a veces de esta inconsciencia.

Nuestra negación de la muerte nos adormece con ilusiones, nos distrae de la realidad, nos impide vivir una vida verdaderamente humana.

La actitud del hombre ante la muerte siempre ha sido una mezcla de fascinación y de rechazo: en el fondo de nosotros mismos, sabemos que nuestra vida es frágil, que la muerte está entrelazada con la vida y que golpea a cualquier edad, pero rechazamos esa obsesión con una furiosa voluntad de negar la muerte, nuestra muerte: «Si nunca me llegara...», se atreve a pensar ese viejo, ese enfermo, ¡ese mortal!

No se trata de obsesionarse, sino simplemente de extender el ámbito de la consciencia, de no negarse a ver lo que nos disgusta. Tan natural nos parece vivir que no conseguimos imaginar que la vida llegue a terminarse.

¿No es la característica de nuestra época que se dé al mismo tiempo el miedo a morir y el hastío de vivir? Un hastío del que nos evadimos por medio del ruido, la velocidad, el sexo, la droga, la revolución e, incluso, por medio del trabajo, que permite pensar en todo salvo en uno mismo. «Si no fuera tan perezoso, no trabajaría tanto. Si no estuviera tan angustiado, me pararía de vez en cuando. Si no tuviera tanto miedo a vivir, me tomaría tiempo para hacerlo».

Si volviéramos a ser humanos, no tendríamos tanto miedo a morir.

Temores

Si los hombres de nuestro tiempo ya no son capaces de afrontar la muerte, es porque han perdido el gusto y el sentido de la vida. Están divididos entre el hastío de vivir y el temor a morir.

Desde luego, este último es legítimo, y el hombre que no lo experimentara resultaría con toda razón inquietante. Podríamos considerarle sospechoso de inconsciencia o, aún peor, de inhumanidad. Son nuestros vínculos los que nos hacen existir; son los demás los que nos mantienen vivos.

Temor a perderse

La muerte nos asusta, porque nos precipita en un mundo desconocido.

Estamos continuamente escindidos entre el temor y la fascinación por la muerte, entre el deseo de preservarnos y el de darnos, entre la voluntad de inmovilizarnos, de detener el tiempo y la vida, y la de aventurarnos, superarnos, conocer lo que nunca hemos conocido; todo ello nos invita a otra clase de muerte.

En el fondo, estamos condenados inexorablemente a perdernos: sólo podemos optar entre una pérdida cierta, inmediata, estéril, aferrándonos a nuestras posesiones —«Quien quiera (demasiado) salvar su vida, la perderá»—, y el riesgo, una oportunidad de salvarnos perdiéndonos, de abrirnos a lo desconocido, de apoyarnos sobre lo que hemos experimentado del amor y de la vida para confiar en lo que aún nos reservan. Rechazar este tipo de muerte es, en definitiva, rechazar vivir, ya que la vida siempre nos lleva más allá de lo que ya nos ha revelado.

Por esta razón, la fe cristiana en la vida eterna no se identifica en modo alguno con una reanudación de la vida presente, con una simple continuación del pasado. Hay que aceptar «perder la vida», hay que nacer a una vida que es tan distinta de la nuestra como la vida postnatal lo es de la vida uterina —aunque con continuidad de la persona en la imprevisible mutación de las formas de vida.

Temor a la fragilidad

Aceptar morir un día es reencontrar la verdad de la condición humana. ¡Qué alivio sentiríamos si nos desarmáramos de nuestras artificiales protecciones, si entráramos en la fraternidad de los pobres, los viejos, los enfermos...! Ellos son nuestra imagen, nuestra verdad recobrada. Al reconocerlos como hombres, como hermanos, recibiríamos de ellos, a cambio, la revelación de nuestra propia humanidad, tan bella en su miseria, tan conmovedora, tan vibrante de vida en su fragilidad. «¡No desprecies tu propia carne!», dice el profeta.

Si has cuidado enfermos, velado a moribundos, tratado con minusválidos o visitado ancianos, sabes cuánta riqueza humana poseen. Todos estos seres que habíamos marginado en nuestro empeño por ser inmortales son quienes pueden devolvernos el gusto, el sabor de la amistad, de la ternura, de la compasión, de las alegrías sencillas que se dan y se reciben.

A fuerza de querer adaptarnos a un modelo artificial, nos convertimos en extraños para nosotros mismos.

A fuerza de marginar a todos los seres que nos recuerdan que hemos de morir, creamos un desierto a nuestro alrededor.

A fuerza de ahuyentar de nosotros la debilidad y la muerte, hemos ahuyentado a la vida. Porque la vida humana es frágil, vulnerable, mortal. No hay vida humana sin una cierta aceptación de la muerte, sin una cierta familiaridad con ella. Nos negamos a vivir para no tener que morir.

Temor a la soledad

La experiencia de la soledad en la muerte es terrible. «Todos morimos solos» y por ello sufrimos, hasta el punto de que el único consuelo es una presencia a nuestro lado, una mano amiga que estrecha la nuestra. En el momento en que nos cortan todos los lazos, como en el momento de nuestro nacimiento, una vez más nos alivia el contacto con la vida.

Sólo vivimos de nuestras relaciones. Nuestros vínculos nos mantiene con vida. Los demás nos mantienen en la vida si nos aman, si nos valoran, y su ausencia o su olvido nos hacen morir.