a. Jesús, salvador de los pecados (Mateo)
El evangelista Mateo reitera en modo particular que la misión de Jesús consiste en la tarea de salvar a su pueblo de sus pecados, de llamar a los pecadores y de obtener el perdón de los pecados.
José, que antes del nacimiento de Jesús, es informado por el ángel del Señor sobre la situación de María y su propio papel, recibe el encargo: “Tú lo llamarás Jesús: él en efecto salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). De un modo fundamental y programático, a través del mismo nombre del niño, viene expresada su principal misión. Al nombre ‘Jesús’ (en hebreo: ‘Jeshua’ o ‘Jehoshua’) se suele atribuir el significado ‘El Señor salva’. Aquí el don de la salvación se especifica como perdón de los pecados. En el Sal 130,8, el que lo reza, confiesa: “Él (Dios) redimirá Israel de todas sus culpas”. De ahora en adelante Dios obra y perdona los pecados mediante la persona de Jesús. La venida y la misión de Jesús queda centrada sobre el perdón y atestigua en modo irrefutable que Dios perdona. En los dos versículos que siguen, Mateo refiere el cumplimiento de la Escritura que dice: “Él será llamado Emmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’” (1,22-23). Jesús libera de los pecados, quita lo que separa a los hombres de Dios y al mismo tiempo efectúa la renovada comunión con él.
En el encuentro con un paralítico, Jesús realiza explícitamente esta su tarea. No cura inmediatamente al enfermo, pero le dice, con condescendencia y ternura: “Valor, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt 9,2). Algunos escribas, allí presentes, son conscientes de la gravedad de lo sucedido y acusan a Jesús, internamente, de haber blasfemado, por haberse arrogado una prerrogativa divina. En confrontación con ellos Jesús insiste sobre su autoridad y presenta como confirmación la misma curación: “Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene el poder sobre la tierra de perdonar los pecados…” (Mt 9,6). Con este encuentro van ligados la llamada al publicano Mateo (9,9) y el banquete de Jesús y de sus discípulos con muchos publicanos y pecadores. Contra la protesta de los fariseos Jesús se presenta como médico y como expresión de la misericordia querida por Dios, y define así la misión que Dios le ha confiado: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13). Aquí también el fin del perdón, como Jesús lo expresa en la palabra familiar dirigida al pecador enfermo, en el llamamiento al seguimiento y en el banquete común, es la comunión.
Durante la última cena, finalmente, dando el cáliz a los discípulos, Jesús dice: “Bebed todos, porque esto es mi sangre de la alianza que es derramado por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,28). Así revela de qué modo obtiene él la salvación de su pueblo de sus pecados. Derramando su sangre, es decir inmolando la propia vida, sanciona la nueva y definitiva alianza y consigue el perdón de los pecados (Heb 9,14). Las acciones que Jesús pide a sus discípulos, es decir comer su cuerpo y beber su sangre, son prendas de su unión con él y a través de él con Dios – unión que llega a ser perfecta e imperecedera con el banquete en el reino del Padre (Mt 26,29).
b. La misión redentora de Jesús en los otros escritos de Nuevo Testamento
Aludamos brevemente al evangelio de Juan, a la carta a los Romanos, a la carta a los Hebreos y al Apocalipsis. Puede asombrar el hecho que casi siempre al comienzo de estos escritos se pone de relieve la misión de Jesús que mira al perdón de los pecados.
En la primera aparición de Jesús Juan Bautista lo presenta así: “He aquí el cordero de Dios, aquél que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). El mundo, la humanidad entera está impregnada por el pecado; Dios ha mandado a Jesús para que libre al mundo del pecado. El motivo que ha causado el envío del Hijo por parte del Padre es su amor hacia el mundo pecador. “En efecto, tanto ha amado Dios al mundo como para darle su Hijo, el único, para que cualquiera que cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna. Dios no ha mandado el Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de él” (Jn 3.16-17). También al inicio de su primera carta Juan constata: “La sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado” (1 Jn 1,7) y continúa: “Si confesamos nuestros pecados él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos purificará de toda iniquidad. Si decimos no tener pecado, hacemos de él un mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1 Jn 1,9-10).
Pablo se ocupa especialmente en la carta a los Romanos del perdón concedido por Dios y realizado por Jesús: “En efecto, todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, justificados gratuitamente por su gracia por medio de la redención que está en Cristo Jesús. Dios lo ha preestablecido como instrumento de expiación por medio de la fe, en su sangre…” (Rom 3,23-25). Para todos la fe en Jesús constituye el acceso al perdón de sus pecados y a la reconciliación con Dios. También según Pablo el amor de Dios por los pecadores es el motivo del don de su Hijo: “Dios nos muestra su amor hacia nosotros porque mientras éramos todavía pecadores, Cristo ha muerto por nosotros” (Rom 5,8).
El comienzo de la carta a los Hebreos describe la posición del Hijo a través del cual Dios ha hablado últimamente y menciona la acción decisiva de su misión: él ha realizado “la purificación de los pecados” (Heb 1,3). De este modo queda destacado desde el principio lo que constituye el tema principal de la carta.
En la parte inicial del Apocalipsis Jesucristo es aclamado como “aquél que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, que ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,5). Esto se repite en la gran, solemne, festiva y universal celebración dedicada al Cordero, y se expresa en el canto nuevo: “Tú eres digno de tomar el libro y de abrir los sellos, porque has sido inmolado y has rescatado para Dios, con tu sangre, hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación y has hecho de ellos, para nuestro Dios, un reino y sacerdotes que reinarán sobre la tierra” (Ap 5,9-10). La singular fiesta y alegría está causada por el hecho que el sacrificio de Jesús-Cordero y el acto redentor y salvador por antonomasia que reconcilia la humanidad perdida con Dios, la conduce de la muerte a la vida y la lleva de las tinieblas de la desesperación a un futuro feliz y luminoso en la unión con Jesús y con Dios.
Recordemos, finalmente, la experiencia de los dos principales apóstoles, Pedro y Pablo. Ambos han experimentado un serio fallo: Pedro negando tres veces el conocer a Jesús y el ser su discípulo, Pablo como perseguidor de los primeros creyentes en Jesús; ambos eran profundamente conscientes de su culpa. A Pedro y a Pablo, se les ha manifestado Cristo resucitado. Los dos son pecadores a quienes se ha conferido la gracia. Los dos han experimentado el significado decisivo y vital del perdón para el pecador. Su sucesivo anuncio del perdón de Dios mediante el Señor Jesús, crucificado y resucitado, no es una teoría o palabra gratuita, sino que es el testimonio de la propia experiencia. Conociendo el peligro de la perdición han recibido la reconciliación y han llegado a ser los principales testigos el perdón divino en la persona de Jesús.
c. La mediación eclesial para la comunicación del perdón divino
En el cuadro más amplio del poder confiado a Pedro y a los otros discípulos responsables de la Iglesia, se inserta la misión de “perdonar los pecados”; ésta queda presentada en el contexto de la efusión del Espíritu Santo simbolizada por un gesto impresionante del Señor resucitado que echó su aliento sobre sus discípulos (Jn 20,22-23). Allí, en el centro del acontecimiento pascual, nace lo que Pablo llama “el ministerio de la reconciliación” y que él comenta: “En efecto, ha sido Dios el que ha reconciliado consigo el mundo en Cristo, no imputando a los hombres sus culpas y confiando a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5,18-19). Tres sacramentos están explícitamente al servicio de la remisión de los pecados: el bautismo (Hch 2,38; 22,16; Rom 6, 1-11; Col 2,12-14); el ministerio del perdón (Jn 20,23) y, para los enfermos, la unción confiada a los “presbíteros” (Sant 5,13-19).