(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Sólo puede bendecir quien tiene poder. Sólo puede bendecir quien puede crear. Sólo puede bendecir Dios.
Bendiciendo, vuelve Dios su faz a la criatura y la llama por su propio nombre. Escoge por blanco de su amor omnipotente el corazón, la entraña de la criatura, y de sus liberales manos la abastece de virtudes que dan fecundidad, crecimiento, salud y remedio: «Yo volveré hacia vosotros mi rostro; yo os haré fecundos y os multiplicaré.» (Lev. 26,9)
El bendecir compete a sólo Dios, porque lleva implícito el derecho de disponer de los seres vivientes. El bendecir es acto de autoridad del Señor de la creación; es beneplácito y promesa del Señor de la Providencia. Bendición es destino feliz.
Al decir Nietzsche: «De suplicantes hemos de hacernos bendicientes», se alzó en rebeldía, puesto que no ignoraba el alcance de tales palabras. Sólo Dios puede bendecir, por ser dueño único de la vida. Mas nosotros por naturaleza somos suplicantes.
Lo contrario de bendecir es maldecir, que significa sentencia de muerte, sello de condenación. También la maldición va dirigida al rostro, al corazón de la criatura maldita. Es una orden del Señor, que seca las fuentes de la vida.
Dios comunica el poder de bendecir y maldecir a cuantos intervienen en suscitar la vida: a los padres —de quienes dice el Eclesiástico: «La bendición del padre levanta las casas de los hijos» (3,11) y a los sacerdotes. A ellos toca engendrar la vida natural y la de la gracia. A ese fin han sido designados por la naturaleza y el ministerio.
Y también podrá uno pretender el derecho de bendecir haciéndose de ello digno por su pureza, no buscándose a sí mismo, antes bien tratando de emplearse todo en el servicio del Dios viviente.
Pero siempre el poder de bendecir proviene de Dios; y queda sin efecto cuando uno presume tenerlo por derecho propio. Somos por naturaleza suplicantes; bendicientes somos por gracia, como también sólo por gracia tenemos poder para mandar eficazmente.
Y como el poder de bendecir, de igual suerte el de maldecir: «La maldición de la madre arruina los cimientos» de las casas de los hijos, la vida y la salud (Eclesiástico 3,11).
Lo representado en el orden corpóreo al bendecir, tiene su cumplimiento en el sobrenatural de la gracia; pues lo que obra y realmente fluye en la verdadera bendición, en la esencial figurada en la visible, es la vida propia divina. Dios bendice consigo mismo; se da a sí mismo en la bendición, la cual engendra vida divina en nosotros, haciéndonos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Ped 1,4).
Mas, siendo gracia, don puramente gratuito otorgado en Cristo, la bendición en que se nos da Dios habrá de ser con el signo de la Cruz.
El poder de bendecir lo comunica Dios a cuantos en la tierra hacen sus veces: por el misterio del Matrimonio cristiano, al padre y a la madre; por el del Presbiterado, al sacerdote; por el del Bautismo y del real sacerdocio de la Confirmación, a los que «aman a Dios de todo corazón, y con toda el alma, y con todas sus fuerzas, y con toda su mente, y al prójimo como a sí mismos» (Mt. 22,34 ss.; Mc 12,28 ss.; Lc 10,27). A todos éstos concede el Señor poder de bendecir con su propia vida divina; a cada uno en distinto grado, según lo requiera el ministerio que se le confía.
La llamada a representar la bendición es la mano, por medio de algún ademán conveniente. En la Confirmacion y Ordenación sacerdotal se impone sobre la cabeza, para que por ella se difunda en el alma cuanto viene de lo alto y nace del divino Espíritu. Con ella traza el obispo la señal de la Cruz en la frente y sobre la persona, para que allí se derramen en abundancia los tesoros divinos. Porque la mano es la dispensadora; ella crea, forma y da.
Pero la bendición por excelencia es aquella del Santísimo, con el Cuerpo de Jesucristo sacramentado. Mas es preciso hacerla con sumo respecto, observando la disciplina que requiere el misterio.