(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Misteriosa, por cierto, el agua. Pura, sencilla —«casta» la llamó San Francisco—. Tan modesta, que parece no dársele nada de sí misma. Tan desinteresada, que se diría estar hecha para servicio, aseo y refrigerio ajeno.
Pero ¿la observaste acaso dormida en la profundidad y te sumergiste allí con ánima sensible? ¿Vislumbraste por ventura cuán preñado de misterios está el abismo? ¿No te parecieron maravillosas, seductoras y terroríficas aquellas profundas aguas? ¿Las escuchaste alguna vez cuando en caudaloso río fluyen, y fluyen, violentas y fragorosas? ¿O las viste quizá en vertiginoso remolino, cómo giran, bullen y atraen?
Tan angustiosa violencia puede surgir de tal espectáculo, que se vea forzado a huir de allí el corazón humano.
Misteriosa el agua. Sencilla, limpia, ajena de sí misma; dispuesta siempre a asear y apagar la sed; pero a la vez insondable, inquieta, enigmática y violenta, y aun peligrosamente seductora. Imagen adecuada de los abismos misteriosos de donde brota la vida y acecha la muerte; imagen de la vida misma, tan clara al parecer, pero tan erizada de problemas.
Se comprende, pues, que de ella use la Iglesia para simbolizar y conferir la vida divina, la gracia.
Del Bautismo salimos un día hombres nuevos, «regenerados por el agua y el Espíritu Santo» (Jn 3,5), después de muerto allí y sumergido el hombre viejo.
Y con «agua santa», con agua bendita hacemos la señal de la Cruz de la frente al pecho y del hombro izquierdo al derecho; con ese elemento primigenio enigmático, puro, sencillo y fecundo, símbolo y vehículo de aquel otro elemento de vida sobrenatural, que es la gracia.
Con la bendición purifica la Iglesia el agua de las fuerzas tenebrosas que en ella dormitan. No son meras palabras. Quien tenga alma sensible, habrá experimentado el encanto de la energía natural que proviene del agua. Pero ¿sólo habrá en ella fuerzas naturales, y no algún elemento extraño y oscuro? Porque en la naturaleza. en sus tesoros y encantos, andar también mezcladas cosas maléficas y satánicas.
Culpa es de la ciudad embrutecedora de almas que con frecuencia el hombre no se percate; pero la Iglesia, que lo sabe, «purifica» el agua de todo maligno enemigo y la «bendice», pidiendo al Señor haga de ella el instrumento de su gracia.
Ahora bien, al entrar el cristiano en la casa de Dios, santíguase de la frente al pecho, y del hombro izquierdo al derecho, es decir, toda la persona, con agua pura y purificadora, para que el alma quede limpia. ¿No es hermoso este rito, en que la naturaleza purificada, la gracia y el hombre ansioso de limpieza se juntan en la señal de la Cruz?
¿Y al anochecer? «La noche es enemiga del hombre», dice no sin razón el proverbio, ya que para la luz fuimos creados. Así que al rendirse al poder del sueño y de las tinieblas, en que muere la luz del día y de la conciencia, el cristiano hace con agua bendita la señal de la Cruz, símbolo de la naturaleza redimida y purificada, para que Dios le libre de cuanto se fragua en las tinieblas. Y por la mañana, al despertar del sueño y de la oscuridad e inconsciencia, y reanudar la vida, repite la señal en recuerdo de aquellas puras aguas bautismales que le introdujeron en el reino de la luz de Cristo.
Bella costumbre, en que naturaleza y alma redimidas se encuentran en el signo de la Cruz.