En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando estaba cerca de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo:
-No llores.
Se acercó al ataúd (los que lo llevaban se pararon) y dijo:
-¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
El muerto se incorporó y empezó a hablar y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios diciendo:
-Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
REFLEXIÓN (de "Enséñame tus caminos - Los Domingos del Ciclo C" por José Aldazábal):
Jesús, el Resucitado, comunica Vida
El episodio de Naím nos lo cuenta sólo Lucas y presenta un paralelo sorprendente con el que leemos en la 1a lectura, la resurrección obrada por la oración de Elías. Si el domingo pasado aparecía Jesús como liberador del mal y de la enfermedad, hoy aparece claramente, no sólo su misericordia, sino también su mensaje de vida y de victoria sobre la muerte.
Las dos mujeres tienen una actitud diferente ante la muerte de sus hijos. La de Sarepta, tal vez porque estaba sola, protesta contra Dios y contra su profeta. La de Naím, tal vez porque iba acompañada por un cortejo de paisanos que la apoyaban con su presencia, está callada y llora. La muerte nos impresiona a todos y podemos reaccionar ante ella de diversas maneras.
Es bueno que hoy, no precisamente en un ambiente de exequias, sino porque sale el tema en las lecturas dominicales, nos dejemos iluminar por la Palabra sobre el sentido cristiano que tiene el final de la vida. El evangelio de Jesús no niega la muerte. También él lloró la muerte de sus amigos y sintió pavor ante su propia muerte. Pero él le ha dado a esa misteriosa realidad un sentido y una respuesta desde el amor de Dios, aunque no lo sepamos comprender del todo.
No sabemos cómo será, pero lo que es seguro es que Dios nos tiene destinados a la vida, no a la muerte. Dios es Dios de amor y Dios de vida. Su respuesta a nuestra debilidad y nuestra caducidad es la vida eterna. Ese es nuestro futuro, aunque la muerte siga siendo un misterio y su seriedad no la podamos rehuir.
La Iglesia de Cristo sigue ofreciendo vida
Cristo comunica vida porque él mismo la recibe del Padre y también él vencerá a la muerte en su resurrección. Los cristianos no podemos mirar a la muerte -a la nuestra y a la de los seres queridos o de los que mueren en accidentes o en grandes cataclismos- como los que no tienen esperanza. No porque sepamos la "respuesta" a un enigma o a un misterio, sino porque la fe en el Resucitado, el vencedor de la muerte, nos proporciona una luz especial que nos hace, no tanto "entender" el misterio de la muerte, sino "vivirlo" desde la fe.
El Resucitado sigue también hoy aliviando a los que sufren y comunicando vida. Lo hace a través de su comunidad, la Iglesia, de un modo especial por medio de su Palabra poderosa y de sus sacramentos de gracia.
El sacramento de la Reconciliación, ¿no es la aplicación actual de las palabras de Jesús, "joven, a ti te lo digo, levántate"? La Unción de los enfermos ¿no es Cristo que se acerca al que sufre, por medio de su comunidad, que le acompaña y le da el alivio y la fuerza de su Espíritu?
Este es el lenguaje que ahora nos ofrece para nuestra oración y para nuestra comprensión teológica de la muerte el Ritual de las Exequias cristianas: "la Iglesia, en las exequias de sus hijos, celebra el misterio pascual, para que quienes por el Bautismo fueron incorporados al Cristo muerto y resucitado, pasen con él a la vida", "que los cristianos recuperen el sentido pascual de la muerte y afirmen su fe y esperanza en la vida eterna y en la resurrección", "la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma", "él quiso entregar su vida para que todos tuviéramos vida eterna"...
Al verla el Señor, le dio lástima
En otro aspecto nos interpela también a los cristianos la escena de hoy. En ella aparece bien claro, como en tantas otras ocasiones en el evangelio, el buen corazón de Jesús, que se compadece de los que sufren y les alivia con sus palabras y sus gestos. Esta vez, resucitando al hijo de la viuda de Naím.
La buena mujer no le pide nada: la iniciativa es del mismo Jesús (el centurión sí había pedido a Jesús que le ayudara).
Jesús se ha acercado de veras a nuestro mundo y a nuestro dolor. Su palabra es a la vez humana ("no llores") y divina ("joven, a ti te lo digo, levántate"). Y es palabra eficaz.
La escena de hoy nos invita a actuar con los demás como lo hizo Cristo. Cuando nos encontramos con personas que sufren, porque están solitarias, enfermas o de alguna manera muertas, y no han tenido suerte en la vida, ¿cuál es nuestra reacción? ¿la de los que pasaron de largo ante el que había sido víctima de los bandidos, o la del samaritano que le atendió? ¿acompañamos a los que sufren, solidarizándonos con ellos, formamos parte de su cortejo de dolor, como los paisanos de Naím, no tanto con discursos, sino con la cercanía y la oración? ¿somos capaces de adelantarnos a ayudar a los demás, sin esperar que nos lo pidan? ¿somos sensibles al dolor y a las lágrimas de los que sufren a nuestro lado?
No se nos pide hacer milagros. Pero a veces el mejor milagro es la presencia, la palabra amable, la mano tendida y una ayuda oportuna. Eso, para el dolor que pasa lejos de nosotros, y también para el que tenemos a la vista, porque pasa en nuestra propia familia o comunidad o sociedad.
La Eucaristía, sacramento de vida eterna
La Eucaristía, en la que recibimos el Cuerpo y Sangre de Cristo es garantía de resurrección, como él nos prometió: "el que me coma vivirá por mí, como yo vivo por el Padre", "el que come mi Carne... vivirá por mí... yo le resucitaré el último día".
Hoy podríamos invitar a la comunión con las expresivas palabras de Jesús: "Así dice el Señor: yo soy la resurrección y la vida: el que me come tendrá vida eterna. Dichosos los invitados...".
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