(De "El Tesoro Escondido de la Santa Misa" por San Leonardo de Porto Maurizio)
Imposible parece poderse hallar una prerrogativa más excelente del sacrificio de la Misa, que el poderse decir de él que es, no sólo la copia, sino también el verdadero y exacto original del sacrificio de la cruz; y, sin embargo, lo que lo realza más todavía, es que tiene por sacerdote un Dios hecho hombre.
Es indudable que en un sacrificio hay tres cosas que considerar: el sacerdote que lo ofrece, la Víctima que ofrece, y la majestad de Aquél a quien se ofrece. He aquí, pues, el maravilloso conjunto que nos presenta el santo sacrificio de la Misa bajo estos tres puntos de vista. El sacerdote que lo ofrece es un Hombre-Dios, Jesucristo; la víctima ofrecida es la vida de un Dios, y aquél a quien se ofrece no es otro que Dios.
Aviva, pues, tu fe, y reconoce en el sacerdote celebrante la adorable persona de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el primer sacrificador, no solamente por haber instituido este sacrificio y porque le comunica toda su eficacia en virtud de sus méritos infinitos, sino también porque, en cada Misa, Él mismo se digna convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre preciosísima. Ve, pues, cómo el privilegio más augusto de la Santa Misa es el tener por sacerdote a un Dios hecho hombre. Cuando consideres al sacerdote en el altar, ten presente que su dignidad principal consiste en ser el ministro de este Sacerdote invisible y eterno, nuestro Redentor.
De aquí resulta que el sacrificio de la Misa no deja de ser agradable a Dios, cualquiera que sea la indignidad del sacerdote que celebra, puesto que el principal sacrificador es Jesucristo Nuestro Señor, y el sacerdote visible no es más que su humilde ministro. Así como el que da limosna por mano de uno de sus servidores es considerado justamente como el donante principal; y aun cuando el servidor sea un pérfido y un malvado, siendo el señor un hombre justo, su limosna no deja de ser meritoria y santa.
¡Bendita sea eternamente la misericordia de nuestro Dios por habernos dado un sacerdote santo, santísimo, que ofrece al Eterno Padre este Divino Sacrificio en todos los países, puesto que la luz de la fe ilumina hoy al mundo entero! Sí, en todo tiempo, todos los días y a todas horas; porque el sol no se oculta a nuestra vista sino para alumbrar a otros puntos del globo; a todas horas, por consiguiente, este Sacerdote santo ofrece a su Eterno Padre su Cuerpo, su Sangre, su Alma, a sí mismo, todo por nosotros, y tantas veces como Misas se celebren en todo el universo.
¡Oh, qué inmenso y precioso tesoro! ¡Qué mina de riquezas inestimables poseemos en la Iglesia de Dios! ¡Qué dicha la nuestra si pudiéramos asistir a todas esas Misas! ¡Qué capital de méritos adquiriríamos! ¡Qué cosecha de gracias recogeríamos durante nuestra vida, y qué inmensidad de gloria para la eternidad, asistiendo con fervor a tantos y tan Santos Sacrificios! Pero ¿qué digo, asistiendo? Los que oyen la Santa Misa, no solamente desempeñan el oficio de asistentes, sino también el de oferentes; así que con razón se les puede llamar sacerdotes: "Nos has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes" (Ap. 5,10).
El celebrante es, en cierto modo, el ministro público de la Iglesia, pues obra en nombre de todos: es el mediador de los fieles, y particularmente de los que asisten a la Santa Misa, para con el Sacerdote invisible, que es Jesucristo Nuestro Señor; y juntamente con Él, ofrece al Padre Eterno, en nombre de todos y en el suyo, el precio infinito de la redención del género humano. Sin embargo, no está solo en el ejercicio de este augusto misterio; con él concurren a ofrecer el sacrificio todos los que asisten a la Santa Misa. Por eso el celebrante al dirigirse a los asistentes, les dice: "Orad, hermanos, para que mi sacrificio, que también es el vuestro, sea agradable a Dios Padre todopoderoso". Por estas palabras nos da a entender que, aun cuando él desempeña en el altar el principal papel de ministro visible, no obstante todos los presentes hacen con él la ofrenda de la Víctima Santa.
Así, pues, cuando asistes a la Misa, desempeñas en cierto sentido las funciones de sacerdote. ¿Qué dices ahora? ¿Te atreverás todavía de aquí en adelante a oír la Santa Misa sentado desde el principio hasta el fin, charlando, mirando a todas partes, o quizás medio dormido, satisfecho con pronunciar bien o mal algunas oraciones vocales, sin fijar la atención en que desempeñas el tremendo ministerio de sacerdote?
¡Ah! Yo no puedo menos de exclamar: ¡Oh, mundo ignorante, que nada comprendes de misterios tan sublimes! ¡Cómo es posible estar al pie de los altares con el espíritu distraído y el corazón disipado, cuando los Ángeles están allí temblando de respeto y poseídos de un santo temor a vista de los efectos de una obra tan asombrosa!