Hay también otro camino que conduce a Dios. No osaríamos hacer mención de él, si no lo indicara la palabra misma de Cristo ni lo siguiera tan confiada la Liturgia.
Porque, además de la unión de ver y amar, por conocimiento y afecto, como antes decíamos, hay también unión dél ser viviente con Dios. No sólo el entendimiento y la voluntad tienden a Él, sino todo nuestro ser. «Mi corazón y mi carne claman ansiosos hacia el Dios vivo», dice el Salmista (83, 3), y no apagaremos nuestra sed, en tanto no nos hayamos con Él unido en ser y vida. Mas este género de unión a que nos referimos no implica mezcla de sustancias o confusión de vidas; que sólo el afirmarlo sería, sobre temerario, insensato, ya que ninguna cosa creada puede mezclarse con la esencia divina. Y, con todo, hay esta otra suerte de unión, distinta del mero conocer y amar: la unión de la vida real.
La deseamos con ansia, por secreta e íntima necesidad: y para declarar este deseo nuestro hay una expresión profunda, que la misma Escritura y la Liturgia nos ponen en los labios: desearíamos que nuestra vida personal se uniera con Dios, como se une el cuerpo con el manjar y la bebida. Sentimos hambre y sed de Dios. No nos basta conocerle y amarle; querríamos estrecharle, guardarle, poseerle; es más, digámoslo de una vez sin temor: querríamos comerle, beberle, ingerirle por entero en nosotros, hasta saciarnos de Él y quedar satisfechos y hartos. Lo dice la Liturgia de la fiesta de Corpus con las palabras mismas del Señor: «Envióme el Padre viviente, y yo vivo por el Padre; y quien me come, vivirá por mí».
¿No es verdad? Por derecho propio no osaríamos pedir tanto, temerosos de parecer sacrílegos. Pero diciéndolo Dios mismo, nuestro interior asiente: «Así ha de ser».
Insisto en que no cabe aquí presumir de irreverencia alguna; ni hay indicio deque intentemos suprimir con ello las fronteras entre Dios y nosotros, criaturas suyas.
Pero podemos declarar con sinceridad el deseo vehemente que Él mismo ha puesto en nuestro corazón. Bien podemos alegrarnos del don de su inmensa bondad.
Jesucristo dice: «Mi carne verdaderamente es comida, y mi sangre verdaderamente es bebida… Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.» «De la misma suerte que yo, enviado del Padre viviente, vivo por el Padre, así, quien me come, vivirá en mí.» (Jn. 6, 55-57.) Comer su carne… beber su sangre… comerle… recibir al Hombre Dios dentro de nosotros, con cuanto es y tiene, ¿no excede con mucho lo que podíamos desear de propia iniciativa? Mas ¿no es eso precisamente lo que responde a nuestros deseos más íntimos?
Magnífica expresión de tan augusto misterio nos ofrece la figura del pan y del vino.
El pan es alimento. Verdadero, puesto que realmente nutre; sustancioso, que nunca hastía. El pan es veraz. También es bueno, en el sentido profundo y cálido de la palabra. Pues en figura de pan se da a nosotros por alimento el Dios viviente. San Ignacio de Antioquía escribe a los fieles de Ëfeso: «Partimos un pan que es remedio de inmortalidad». Es manjar que sustenta nuestro ser del Dios viviente y nos da morada en Él y a Él en nosotros.
El vino es bebida. Por mejor decir, no sólo es bebida para apagar la sed, que a tal fin basta el agua. El vino hace algo más: «Alegra el corazón del hombre», dice el Eclesiástico (31, 35). Sobre alivio de la sed, el vino es bebida de alegría, abundancia y exceso.
«¡Cuán bello mi cáliz que embriaga!», dice el Salmista (22, 5). ¿Entiendes ese lenguaje? ¿Comprendes que embriaguez aquí no significa exceso, antes bien cosa muy distinta? El vino es belleza rutilante, fragancia y vigor, que ensancha y transfigura.
Y bajo la especie de vino da Cristo a beber su sangre; no como bebida discretamente virtuosa, antes bien como el non plus ultra de la exquisitez divina. «Sanguis Christi, inebriame: Sangre de Cristo, embriágame», oraba San Ignacio de Loyola, el caballero de corazón ardiente. Y Santa Inés, en el Oficio de su fiesta, nos habla del misterio de amor y belleza de la sangre de Cristo: «Miel y leche libé yo de su boca, y su sangre embelleció mis mejillas».
Cristo se ha hecho para nosotros pan y vino, manjar y bebida. Le podemos, pues, comer y beber. Pan: lealtad y constancia; vino: audacia, alegría desmedida, fragancia y belleza, holgura y liberalidad sin límite. Borrachera de vivir, y de poseer, y de prodigar.