(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Singular posición la de nuestra alma! Acontécele con todas las cosas creadas lo que en el Paraíso a nuestro padre Adán; el cual, viendo desfilar ante sí, presentados por Dios para que les diera nombre, los animales de la creación, ninguno halló que se le asemejara. Así también de las cosas del mundo que pasan ante ella se reconoce el alma «distinta». Y no hay ciencia terrena que disipe esta certidumbre, ni bajeza que la desvirtúe: «Soy distinta del resto de la creación; extraña a todos los seres, con solo Dios emparentada».
Mas, con ser esto verdad, no lo es menos que con todas las cosas tiene el alma cierto parentesco. Siéntese a par de ellas como en familia. Todo le habla: forma, actitud, movimiento. E inquieta busca la manera de expresar en ellas sus sentimientos más íntimos y de convertirlas en símbolos de su propia vida. No bien descubre una figura relevante, allí ve reflejado algún rasgo de su propia fisonomía y aludida alguna cualidad suya.
¿No es verdad lo que decimos? Pues en eso estriba el simbolismo. «No soy como vosotras», dice el alma a las criaturas, viéndose esencialmente extraña a todas; mas luego, por la misteriosa afinidad que tiene con ellas, interpreta las cosas y los sucesos como imágenes de su propio ser.
He aquí un símbolo, bello y expresivo como pocos: el cirio. Quizá nada diga yo que no hayas tú mismo sentido a menudo.
Mírale ahí en el candelero. Anchurosa y grave descansa sobre el suelo el pie, del que arranca firme y seguro el tallo; ajustado en el mechero y ceñido inferiormente por amplia arandela, sube en el aire el cirio, algo más sutil en la parte superior, pero rígido y consistente, por alto que se eleve. Así está en el espacio, esbelto, intactamente puro, si bien cálido de tono; inconfundible por su forma distinta.
Mira en su ápice oscilar la llama, por donde el cirio convierte en luz radiante y ardorosa la sustancia de su cuerpo virginal.
Viéndole, ¿no sientes despertar en ti ambiciones nobles? Pues hele ahí en su puesto, sin titubeos ni vacilaciones, recto, puro y aristocrático. Nota bien cómo en él todo parece decir: «Estoy dispuesto»; y cómo está donde debe: ante el Señor. Verás también que no usa de evasivas ni hurta el cuerpo al deber. Todo pregona disposición clara y resuelta.
Y cumpliendo sin tregua su destino, se consume en luz y ardor.
Pero acaso dirás: ¿Qué sabe el cirio de esas cosas, no teniendo alma? Préstasela tu. Conviértelo en símbolo de la tuya. Haz que a su vista despierten las nobles disposiciones de tu corazón: «¡Heme aquí, Señor!» Al punto experimentarás que la actitud del cirio, tan gallarda y pura, representa tus propios sentimientos.
Procura que esas bellas disposiciones se truequen en fidelidad probada. Entonces dirás con verdad:
«¡En ese cirio, Señor, estoy yo en tu presencia!»
No abandones tu puesto; persevera en él hasta el fin. Ni andes inquiriendo razones ni motivos. La razón suprema de tu vida consiste en consumirte en verdad y amor por Dios, como el cirio en luz y ardor.