El segundo relato de la creación y la ordenación del matrimonio

(De "Verdad y Orden. Homilías universitarias" del padre Romano Guardini, académico, sacerdote y teólogo italiano (1885-1968))

El segundo relato, que sigue inmediatamente al primero. Se introduce con unas frases que dicen de un modo nuevo que al principio reinaba el caos, la confusión. No había surgido ninguna vegetación, ni se había hecho labor ninguna en la tierra. "Cuando el Señor hizo la tierra y el cielo, no había todavía ningún arbusto silvestre, ni crecía todavía ninguna hierba del campo; pues el Señor Dios todavía no había llovido sobre la tierra, ni había hombre para labrar el suelo. Sólo surgía un manantial de la tierra y regaba toda la superficie". (Gen., 2, 4b-6).

Pero en seguida se narra la creación del hombre: "Entonces formó Dios al hombre con polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de la vida, y el hombre vivió". Vemos que el hombre está en el centro del relato; todo lo demás se ordena hacia él. El modo de describir cómo llega a ser, no tiene nada que ver -—digámoslo una vez más— con la ciencia. Se presenta en imágenes; pero las imágenes deben leerse de otro modo que las expresiones conceptuales. Han de evocarse espiritualmente, han de intuirse, percibirse, entendiéndose su sentido desde dentro. Y ciertamente, se dice que Dios, el Señor, hizo el cuerpo del hombre con "polvo de la tierra"; de tierra del mismo campo en que crece el trigo que le da pan.

Pero cuando se habla de "cuerpo humano", y del "aliento" que le sopla Dios, no se alude a la distinción en que pensamos al hablar de "cuerpo y alma". "Cuerpo" es aquí una figura muerta. Está ahí como la forma que surge cuando un artista toma la arcilla y le da forma. Miguel Ángel, en su famoso techo de la Sixtina, representó al hombre cuando ya vive y tiende la mano a Dios para recibir la chispa del espíritu desde el dedo del Creador. Eso está pensado con mucho ingenio, pero va contra el sentido del relato sagrado. Lo que hay ahí, según éste, es ante todo una forma muerta. Luego, Dios se inclina, por decirlo así, y sopla en ella "aliento de vida". En esta expresión se reúnen muchas cosas: el aliento, que penetra el cuerpo misteriosamente; la vida, que crece, siente y se mueve; el espíritu, que piensa y proyecta; e incluso, el pneuma, el aliento de Dios, que llena a los Profetas. Todo esto suena aquí y hace percibir lo inaudito de la existencia humana.

Así, pues, cuando el hombre entra a tientas con su meditación por su profundidad interior; cuando trata de palpar a dónde llevan las raíces de su ser, llega entonces, ante todo, al "polvo de la tierra", a lo más bajo del campo. Pero luego —digámoslo atrevidamente con las palabras que nos da la Escritura misma— al pecho de Dios. No queremos dar muchas vueltas con interpretaciones a las imágenes, sino dejarlas como son, corporales y vivas, y percibir lo que nos dicen de modo tan profundamente conmovedor: que nuestra esencia humana viene del fondo de la tierra, pero también del pecho de Dios. Por eso está el hombre en el mundo y también, por otra parte, fuera de él. Por eso puede comprender y amar al mundo, pero ser señor sobre él. ¡Es terrible cuando quiere habérselas con el mundo, pero sin que esté Dios en él!

Luego Dios prepara al hombre el ámbito de su vida, esto es, crea el Paraíso. Este aparece bajo la imagen de un jardín o un parque —algo así como lo mandaba hacer un soberano de tiempos antiguos, para poder pasear—. Un ámbito protegido y defendido; bañado por puras corrientes de agua —"aguas vivas", como suele decir la Escritura, para distinguirlas del agua muerta de las cisternas— y poblado de hermosos árboles llenos de fruta; para el habitante de aquellos países abrasados por el sol, una síntesis de preciosa plenitud de vida. Ese jardín Dios se lo da al hombre, para que lo cuide y labre.

Otra vez una imagen, pero ¿qué significa? Significa el mundo, en cuanto está dado al hombre en sus manos, para que lo mantenga en su cuidado y realice en él su labor; pero de modo que Dios esté en todo. Es decir, con la imagen del jardín confiado al hombre, se introduce algo más: que Dios mismo habita en él. Ello se muestra en el relato de la tentación, donde se cuenta que Dios pasea en la brisa fresca del día al atardecer. Una imagen hermosa de cómo Dios quería participar en toda acción de sus hombres; habitando con ellos en el mundo santificado. Había de desarrollarse todo lo que se llama vida humana y trabajo, historia y cultura, pero todo ello en la cercanía de Dios y junto con Él, de tal modo que el hombre nunca habría necesitado hacer eso que luego se dice con otra imagen: esconderse ante Dios.

Después se escribe: "El Señor dijo: No es bueno que el hombre esté solo". En el relato, hasta entonces el hombre existe sólo como varón. Pero eso "no es bueno". La esencia humana no está todavía cumplida con eso: más aún, está en peligro. Por eso Dios da al varón "ayuda" para la vida y el trabajo, compañía. Y una auténtica compañía sólo puede tenerla una persona con otra persona: "El Señor Dios formó de tierra toda clase de animales terrestres y pájaros del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaría éste; cada cual debía llevar el nombre que le diera el hombre. El hombre dio nombres a todos los cuadrúpedos, a todos los pájaros, y a todos los animales del suelo; pero no tenía para él ninguna ayuda que le fuera semejante".

Lo que ocurre aquí, es "encuentro" en el sentido esencial de la palabra. El hombre llega ante el animal, observa, comprende y nombra. Para el modo de ver primitivo, el nombre representa lo nombrado mismo, en la apertura de la palabra: por tanto, cuando el hombre nombra algo, capta su esencia en la palabra, y de ese modo asume la cosa en la trabazón de su lenguaje, en la ordenación de su propia existencia. Así nombra el hombre a los animales, y se tacha de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y los animales, y se echa de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y el animal.

Es importante entender esta enseñanza que se da al hombre "en el principio" de su existencia: que es diferente del animal: que no le encontrará jamás en esa comunidad que le depara el "tú" y el "nosotros".

Puede obtener una relación muy viva con el animal, en que se pongan en juego los más vanados aspectos. Puede acercarse tanto a la Naturaleza en el animal, cuanto puede la Naturaleza llegar hasta él: igual que ocurre en el jardín, mediante el mundo de las plantas. Pero la frontera esencial persiste siempre; y algo queda trastocado cuando el nombre toma al animal en una relación en que sólo podría estar otra persona; como hijo, como amigo, o de cualquier otro modo. Para no hablar de esa destrucción de la verdad que aparece cuando el hombre venera lo divino en forma de animal. Pensemos en la horrible caída que tiene lugar en el ámbito sagrado del Sinaí, mientras que en su cima Moisés recibe para el pueblo la Revelación del Dios vivo: cómo exigen a Aarón que les haga "dioses, que les guíen yendo por delante de ellos": él, con las joyas de las mujeres, funde el becerro de oro; y el pueblo, en tumulto pagano, presta homenaje al ídolo.

Luego cuentan los versículos siguientes cómo Dios le hace al hombre la compañera adecuada por esencia; lo que significa también que ésta recibe su compañero apropiado: "Entonces el Señor Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se durmió. Tomó una de sus costillas y cerró otra vez la carne en su lugar. El Señor Dios, de la costilla que había quitado al hombre, formó una mujer y se la presentó".

Tampoco esto es una expresión conceptual, sino una imagen. No se fatiguen ustedes por la repetición: es esencial seguir dándose cuenta del modo como habla el texto sagrado. Lo que ahora tiene lugar, ocurre el "sueño profundo", en un éxtasis, en que el hombre es sacado de su condición natural de conciencia. En esa situación, Dios toma una parte de su cuerpo y forma con ella a la mujer: la más viva expresión de la igualdad esencial que hay entre hombre y mujer. Para subrayar qué poco tiene esto que ver con la biología o la anatomía, basta hacer notar que quizá todo este suceso deba ser entendido como una visión.

Así Dios da forma a la mujer, la presenta al hombre y tiene lugar el encuentro en lo más vivo, el conocimiento hasta lo esencial. Ello se muestra en estas dos frases, que son un himno de júbilo: "¡Al fin es el hueso de mi hueso y carne de mi carne! ¡Se llamará hembra porque salió del hombre!".

Ahora es posible la compañía humana. Y expresa algo importante el hecho de que ésta se indique ante todo como "ayuda": como una colaboración en la existencia: un completamiento en vida y obra. Es decir, lo que determina en lo más profundo la esencia de esta unión no es lo sexual, sino lo personal. Contiene todo lo que surge entre hombre y mujer: la conmoción del amor, la fecundidad humana, el encuentro con el mundo, la inspiración de la obra: todo eso se expresa en la "ayuda". Por tanto, el segundo relato de la Creación dice lo mismo con sus imágenes que el primero con la frase: "Así hizo Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios le creó. Le creó como varón y mujer". "El hombre" es varón y mujer. Eso se dice ahí en una frase de síntesis; en el segundo relato, mediante una narración: en ambos casos, es la "carta magna" de la relación entre los sexos.

"Y por ello", se sigue diciendo, "el hombre dejará a su padre y su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne". El primer relato terminaba en el establecimiento del día del Señor, la ordenación del tiempo de la vida, santificado: el segundo en la fundación del matrimonio, de la ordenación de la comunidad humana. Hacia esto tiende todo lo que dice.

Y se encuentra un eco en el Evangelio de San Mateo: Vienen algunos a Jesús y le preguntan: "¿Se puede uno divorciar de su mujer por todo motivo?" (19, 3). Saben que en la ordenación del Antiguo Testamento el varón tenía el derecho de repudio. Podía separarse de su mujer por razones que se estipulaban en la Ley. Y entonces preguntan sus adversarios: ¿Por cuáles razones? ¿Quizá por todas? ¿Por cualquier capricho? Es decir, se trataba de esas preguntas capciosas que se hacían al Señor, para ponerle al descubierto. Entonces Él contesta: "¿No sabéis que el Creador desde el principio les hizo hombre y mujer, y dijo: Por causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne?" Lo cual significa: que no la puede abandonar en absoluto. Pero como los que preguntan quieren tener razón y objetan: "¿Pues por qué Moisés dispuso dar documento de divorcio y repudiar?", Él contesta: "Moisés, por vuestra dureza de corazón, os dejó repudiar a vuestras mujeres: pero desde el principio no fue así" (Mat., 19, 4 sig.). En las palabras de Jesús percibimos un eco de lo que fue "en el principio". Entonces se fundó el matrimonio, y éste es insoluble por esencia. Lo que vino luego, fueron concesiones a la debilidad de los hombres: concedidas en una época en que las decisiones de la historia de la Revelación debían ir a caer en otro sitio. Entonces los "corazones duros" no eran capaces todavía de comprender lo que significa el amor, que siempre es también sacrificio.

Así, cada uno de los dos relatos de la Creación está orientado a fundamentar una ordenación de la vida: la primera, respecto al trabajo y el reposo, expresándose en los seis días, que pertenecen al hombre, y el séptimo día, que pertenece a Dios; la segunda, respecto al establecimiento del matrimonio como comunidad de vida y de fecundidad. Qué estrecha es esta comunidad, nos los dice el ya citado versículo 24: tan estrecha que por su causa "dejará el hombre a su padre y su madre". Por su causa se separa el hombre la relación más original que conoce la cultura primitiva: la del parentesco... Pero el hecho de que las ideas aquí manifestadas sean muy antiguas, podría provenir de que no se dice que la mujer dejará a su padre y su madre, sino que será el hombre quien dará paso. Entonces el texto remitiría a una época en que la ordenación social descansaba en la jefatura de la mujer, es decir, el matriarcado.

Esas dos ordenaciones protegen la dignidad del hombre y hacen una llamada a su responsabilidad: ante el trabajo y ante la persona del otro sexo. Pero precisamente por eso, forman también un límite. El séptimo día exige que el hombre, en su intervalo, deponga la soberanía, para que en el ámbito de su quietud se eleve la grandiosidad de Dios, dominándolo todo. La insolubilidad del matrimonio requiere que el deseo vital del hombre se sujete a la ligazón de la fidelidad.

Ya ven ustedes qué profundas cosas resultan cuando se meditan estos textos con respeto y cuidado. Toda la sabiduría del mundo no contiene nada que haga tan evidente el núcleo más íntimo de las cosas humanas como estas sencillas expresiones. Son más profundas que todos los mitos y más esenciales que todas las filosofías: palabras originales que vienen de Dios.

No leamos sólo exteriormente, abramos nuestro corazón y percibamos cómo se eleva la verdad. Las cosas se ponen en su sitio. El sentido queda claro. La vida se vuelve incitante y grandiosa.