(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)
La oración del cristiano es, con entera verdad, humana. La angustia ante la necesidad terrena, el deseo de protección acá abajo, el tormento y el anhelo de la creatura se alzan y claman a Dios, no interesados precisamente por Dios mismo, sino por su ayuda y socorro para ganar el pan material del cuerpo hambriento, para salvar de la muerte la vida terrena. Es un grito de la más vital auto-afirmación, del más inmediato impulso vital, un grito angustioso enteramente primitivo, humano.
Y, no obstante, es esta oración de súplica a la par plenamente divina. En medio de esta defensa encarnizada de la tierra frente a Dios y aun en cierto modo contra Él, se le entrega todo a El, el incomprensible; aquel impulso vital y aquella auto-afirmación se dejan circundar voluntaria e incondicionalmente por la voluntad de Dios, de la que no hay ya apelación posible; ansia ahora aquel impulso vital, no el pan y la vida, sino la voluntad de Dios, aunque ella sea el hambre y la muerte.
Y así es esa oración, todo en uno: divina y humana. Su fuerza y esperanza humanas se robustecen por el hecho de que se invoca al Omnipotente que todo lo puede; nos es dado apelar a las promesas de Dios mismo; el mismo aproximarnos tanto a Dios da alas a la oración de súplica para sentirse intrépida, fuerte y humana. Y por otra parte, al elevar la oración hasta la luz y amor de Dios la terrenal necesidad y el terrenal deseo y la terrenal auto-defensa, vienen a quedar estas cosas, en sí intrascendentes, aprisionadas en el torrente que arrastra todo, plenitud, necesidad y ruina terrenas, hacia la vida de Dios.
En esta misteriosa unidad divino-humana de la voluntad del hombre enfrentada con Dios y abandonada en la voluntad de Dios; en esta unidad donde Dios toma la voluntad de la tierra y la inserta en su propia voluntad y justamente así la salva, se hace posible e inteligible la infalibilidad prometida de ser siempre escuchada nuestra oración. Este ser escuchado por el Padre lo tiene el Hijo por derecho propio; a nosotros se nos promete como hijos del Padre y como hermanos de Cristo. Pero ambas cosas sólo las somos en la medida en que nos adentramos en la voluntad de Dios.
Hemos de centrar nuestro querer en Dios, en su amor, en su gloria. En este querer debe quemarse todo egoísmo. Sólo así somos hijos perfectos de Dios. Sólo así es nuestra oración divino-humana. Sólo así podemos decir con el Hijo: «Yo sé que Tú siempre me oyes.» Sólo así se habrá incorporado por entero (sin anularse) el yo que quiere ser escuchado en el Tú que escucha. Sólo así tendrá realización plena aquella misteriosa simpatía y libre armonía entre Dios y el hombre, dentro de la cual puede el hombre, partiendo de sus propias bases, moverse a querer, pretender y pedir, y no ser, con todo, lo por él querido, pretendido y pedido, más que la pura aceptación de la voluntad de Dios.
¿Hemos con esto descorrido el misterio de la oración de súplica? No. Tan sólo hemos vuelto a encontrar en su misterio el misterio de todo lo cristiano. Ésta es únicamente nuestra explicación. Pero basta ello a la fe. Como es cierto que hay una verdadera tierra y un verdadero cielo, y como existe verdaderamente un Dios viviente, libre y todopoderoso, y existen, no obstante, también verdaderas personas libres creadas, así se da también esta doble faz en la oración de súplica; verdadero grito de la angustia y la necesidad que ansia lo terreno, y verdadera y radical capitulación del hombre ante Dios inescrutable en sus juicios.
¿Y ambas cosas en una? ¿Sin que se excluyan la una a la otra? Sí. ¿Cómo es ello posible? Posible como es posible Cristo. Posible y hecho realidad mil veces en toda vida verdaderamente cristiana, en la que el hombre (sublime acción) se hace como un niño, sin miedos ni angustias de conducirse ante Dios como un niño, y con modos pueriles, porque sabe que tiene un padre más sabio que él y más prudente y bueno, aun dentro de su desconcertante dureza, y por ello cuenta de antemano con que sus infantiles juicios y caprichos no dirán la palabra definitiva.
Ser como niño ante Dios en medio de quemantes torturas y desesperación de muerte; como niño que se deja caer a ciegas en los brazos maternos, aun al desplomarse sin protestas ni reniegos en el vacío total del hombre, hasta la muerte y hasta la muerte en cruz; ser ambas cosas en una, y llevarlas así unidas a la oración, angustia y confianza, voluntad de vivir y prontitud para la muerte, seguridad de ser escuchado y absoluta renuncia a ser escuchado según los propios planes; tal es el misterio de la vida del cristiano y de la oración del cristiano. Para ambas cosas nos es dechado Cristo hombre-Dios; es Él la sola y única ley.
¿Quién entenderá esta apología de la oración de súplica? Sólo el que ora y pide. Si quieres entenderlo, ora, pide, gime. Pide por la necesidad material del cuerpo, de manera que tu plegaria por el don material te transforme más y más en hombre celestial. Pide de manera que tu perseverante petición se transforme en escudo de tu fe en la luz de Dios, a través de la noche del mundo; en escudo de tu esperanza en la vida, a lo largo de este morir continuado; en escudo de tu fidelidad al amor, que ama sin paga.
Estamos en marcha, caminantes entre dos mundos. Por estar aún sobre la tierra, oremos por aquello que necesitamos en esta tierra. Pero como peregrinos de la eternidad que marchamos por esta tierra, no queramos ser oídos como si tuviéramos aquí nuestra morada permanente, como si no supiéramos que precisamente mediante la ruina y la muerte hemos de hacer nuestra entrada en aquella vida, que es la aspiración de todo nuestro vivir y orar.
Mientras nuestras manos se mantienen juntas en oración, juntas aun en medio de las más horribles tragedias, nos envuelve, invisible y misteriosa, pero verdadera, la piedad y clemencia divina, la vida misma de Dios; y toda caída en lo que es espantable y horrible para el corazón del hombre, en la misma muerte, se torna entonces caída en los abismos del eterno amor.