Juan 6,41-52: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre


En aquel tiempo, criticaban los judíos a Jesús porque había dicho «yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
-¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo:
-No critiquéis: Nadie puede venir a mí, sino lo trae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último día.
Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios.»
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí.
No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.

REFLEXIÓN (de "Enséñame tus caminos - Domingos ciclo B" por José Aldazábal):

Sigue la catequesis de Jesús sobre el Pan de la Vida, en la sinagoga de Cafarnaún. A pesar de que la terminología de todo el capítulo parece "eucarística" (ya desde la multiplicación de los panes y su distribución), la lógica de Jesús va dando pasos poco a poco.

La aplicación del "pan de la vida" se hace hoy en el sentido de la fe. Si Cristo es el Pan que Dios envía a la humanidad para que sacie su hambre (como es la Luz para que la ilumine y el Pastor para que la guíe y la Puerta por donde entre), la primera respuesta nuestra debe ser "creer" en él como Enviado de Dios: el que crea en él tendrá vida eterna. El domingo próximo Jesús desarrollará la idea que ya aparece hoy al final: comer la carne que Jesús nos va a dar, su propio Cuerpo, en la Eucaristía.

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo

A esta altura del discurso de Jesús, al día siguiente de la multiplicación de los panes, en la sinagoga de Cafarnaún, Juan intercala una objeción de los presentes a lo que va diciendo Jesús. Una objeción esta vez claramente "cristológica" (no todavía "eucarística"): ¿cómo puede decir este que ha bajado del cielo? Se basan en que conocen a Jesús, "el hijo de José", y también "a su padre y a su madre".

Jesús sigue desarrollando su idea, sin contestar de momento a la pregunta: "os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna". Los verbos de Juan se repiten: "ver, venir, creer", y se añade otro, "atraer", que indica que la fe no es fruto sólo de nuestro esfuerzo: "nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre".

Al final aparece otro verbo, "comer", que es el que conducirá el discurso hacia la Eucaristía: "el que coma de este Pan vivirá para siempre". Anuncia ya que "el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo".

Yo soy el Pan de la Vida

Como respuesta a nuestra debilidad ha pensado Dios darnos un alimento para el camino: su Hijo Jesús. Como sucedió con aquella multitud cansada y hambrienta de la que se compadeció Jesús y les alimentó con el pan milagroso, pero apuntando al Pan que era él mismo: "yo soy el Pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre".

Si creemos en él, o sea, si le admitimos sinceramente en nuestra vida, tendremos fuerza para seguir el camino: tendremos "vida eterna". Si no creemos en él, si construimos nuestra vida independientemente de él, sin dejarnos iluminar y alimentar por él, no construiremos nada sólido, y nos perderemos por el desierto.

Los que oyeron el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún no parece que estuvieran muy decididos a creer en él: ¿cómo puede decir este que ha bajado del cielo? Se escudaron en que al "hijo de José" le conocían desde pequeño, así como también conocían "a su padre y a su madre".

Por una parte no nos extraña este escepticismo. Si un obrero del pueblo de al lado nos dijera de repente que es el Hijo de Dios y que hay que creer en él para salvarse, tampoco nosotros nos sentiríamos muy inclinados a aceptar sus palabras. Pero en el caso de Jesús eran tales las "credenciales" que presentaba -entre ellas, la multiplicación de panes que acababa de realizar- que tenían que haber dado el salto hacia la fe.

El mismo Jesús, según 6,62-63, parece darles la respuesta a su objeción sobre el verbo "bajar" del cielo, que les escandalizaba, apuntando a que sólo le podrían entender si más tarde le veían "subir" adonde estaba antes: sólo desde el misterio pascual completo -con su muerte, resurrección y ascensión, así como el envío del Espíritu- se puede entender algo el misterio de Cristo.

Es la fe la que nos anima, la que da sentido a nuestra vida cristiana. Cristo es el pan que nos da fuerzas. Claro que esta fe es don de Dios: "nadie puede venir a mí si el Padre no le atrae". Pero también depende de cómo acogemos en nuestra vida ese don de Dios.

Cada vez que celebramos la Misa, parece como si siguiéramos el itinerario que nos señala Juan en este capítulo que estamos leyendo. Primero "comemos a Cristo Palabra", profundizando en nuestra fe en él. Es la primera parte de la Misa, la "mesa de la Palabra". Luego pasamos a "comerle como Pan y Vino", en la comunión.

Cristo, Palabra y Pan. Celebramos la Palabra de Dios, o sea, acogemos a Cristo como la Palabra viviente que es de Dios. Eso mismo nos prepara para que luego, en la segunda "mesa", le recibamos como Pan y Vino eucarísticos.

Tanto a la Palabra como a la Eucaristía se les puede llamar "pan" y "alimento". En la introducción al Misal se afirma que "en la Misa se dispone la mesa, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, en la que los fieles encuentran instrucción y alimento" (Instrucción General del Misal Romano, 28).

Ojalá se pueda decir también de nosotros: "y con la fuerza de aquel alimento caminó durante toda una semana".

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