Esclavos

(De "Oraciones para rezar por la calle" por Michel Quoist)

El trabajo no es un castigo, sino un honor que Dios ha querido hacernos a los hombres. El Padre no quiso terminar a solas su obra creadora. Invitó a su criatura a colaborar con Él.

El trabajo es, además, un servicio que los hombres se prestan entre sí. Y aunque se haya puesto difícil por culpa del pecado, no ha perdido por ello su dignidad. Gracias al trabajo la tierra da frutos y produce. Pero no faltan hombres codiciosos que guerrean y se pegan para apoderarse de los nuevos productos.

El taller del mundo se ha convertido demasiado a menudo en un sombrío campo de concentración donde los aprovechones manejan a su gusto el trabajo forzado de tantos otros.

Habría que amar lo suficiente para sacudirse esta esclavitud. Pero no mediante el odio. Sino con el amor.

Y vosotros, los ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan... El salario de los pobres que han segado vuestros campos, robado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor... Habéis condenado al justo, le habéis dado muerte... (Sant 5,1-6).

... El continuo anhelar de las criaturas ansia la manifestación de los hijos de Dios..., con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime con dolores de parto (Rom 8,19-22).

También ahora hay esclavos, Señor, y esta noche quiero rezar por ellos.

Uno iba a ser contratado como obrero especializado pero una voz al teléfono se chivó: «Ojo con ése. Fue cabecilla en su fábrica anterior».
Y el esclavo ha tenido que irse a la sopa de la Caritas.
Ten piedad de él, Señor.

Dijeron: a partir del lunes el trabajo empezará a las seis y media.
Y la esclava despertó a sus pequeños a las seis, al salir para su trabajo.
Ten piedad de ella, Señor.

«Si os pillo otra vez hablando en el taller os vais a ir a...», gritó el patrón.
Y la esclava calló, mordiéndose los labios.
Ten piedad de ella, Señor.

Ella esta noche no ha querido volver a la pensión,
la patrona la hubiera hecho trabajar.
Pero no tiene un céntimo, y la esclava esta noche no probará bocado.
Ten piedad de ella, Señor.

El capataz ha dicho: «Se os pagarán tres horas menos, para recuperar el percance de ayer».
Y el esclavo, ardiendo de vergüenza y de cólera, agachó la cabeza sin rebelarse, porque en casa hay unos hijos.
Ten piedad de él, Señor.

«Hoy atenderéis cuatro telares en vez de tres», ha dicho el jefe de taller.
Y la esclava ha trabajado más aprisa para obedecer a las máquinas.
Ten piedad de ella, Señor.

Hoy los señores tendrán invitados, como todas las semanas.
Y, como ella duerme en el salón, tiene que esperar a que, a las tres de la mañana, los invitados se vayan.
Ten piedad de ella, Señor.

He aquí cómo los hombres egoístas han reducido a sus hermanos a la esclavitud.

Pero tú no quisiste eso, Señor, cuando nos invitaste a trabajar los unos por los otros completando tu Creación.
Tú querías que la tierra fuese un inmenso taller donde el gesto más pequeño del hombre sirviera para la obra común.
Tú te imaginabas unidos, como las células de un mismo cuerpo, los campos en simiente y las fábricas humeantes, despachos y talleres,
la intimidad del hogar donde las madres trabajan y las entrañas de la tierra donde escarban los mineros,
el laboratorio de los sabios y el estudio de los artistas.
Tú querías unos hombres maduros, enaltecidos por el trabajo
y, todos al alimón, al fin de los tiempos, orgullosos de esta tierra que ellos habrían transformado, amueblado,
concluido, ofreciendo al Padre contigo y en Ti el hermoso fruto de su trabajo.

Pero hemos echado a perder el trabajo del hombre, hemos envilecido el misterio de la Creación.

Esta noche, Señor, te ofrezco el largo grito de rebeldía de los hombres, esclavos del trabajo,
te ofrezco la humillación y la pena de cada uno,
la lucha de todos.
Te ofrezco los apaleados
encarcelados
ametrallados
asesinados,
este ejército de trabajadores que se bate a golpes de dolor para que sus hermanos sean libres.
Ilumínales con tu luz, Señor:
que, en sus problemas, sepan dónde van,
que sean justos en su lucha,
que sean generosos en su entrega,
y sobre todo: que sepan que este mundo mejor que hay que hacer le preocupa —más que a nadie — a tu Padre.

Sí, purifica su corazón, Señor, a fin de que luchen por amor, y que todos, libres y ufanos, puedan ofrecer al Padre al fin de los tiempos, el Paraíso que contigo habrán construido con sus manos.