De la inquietud

(De "Introducción a la vida devota" por san Francisco de Sales)

La inquietud no es una simple tentación, sino una fuente de la cual y por la cual vienen muchas tentaciones: diremos, pues, algo acerca de ella.

La tristeza no es otra cosa que el dolor del espíritu a causa del mal que se encuentra en nosotros contra nuestra voluntad; ya sea exterior, como pobreza, enfermedad, desprecio, ya interior, como ignorancia, sequedad, repugnancia, tentación.

Luego, cuando el alma siente que padece algún mal, se disgusta de tenerlo, y he aquí la tristeza, y, enseguida desea verse libre de él y poseer los medios para echarlo de sí. Hasta este momento tiene razón, porque todos, naturalmente, deseamos el bien y huimos de lo que creemos que es un mal.

Si el alma busca, por amor de Dios, los medios para librarse del mal, los buscará con paciencia, dulzura, humildad y tranquilidad, y esperará su liberación más de la bondad y providencia de Dios que de su industria y diligencia; si busca su liberación por amor propio, se inquietará y acalorará en pos de los medios, como si este bien dependiese más de ella que de Dios. No digo que así lo piense, sino que se afanará como si así lo pensase.

Y, si no encuentra enseguida lo que desea, caerá en inquietud y en impaciencia, las cuales, lejos de librarla del mal presente, lo empeorarán, y el alma quedará sumida en una angustia y una tristeza, y en una falta de aliento y de fuerzas tal, que le parecerá que su mal no tiene ya remedio. He aquí, pues, cómo la tristeza, que al principio es justa, engendra la inquietud, y ésta le produce un aumento de tristeza, que es mala sobre toda medida.

La inquietud es el mayor mal que puede sobrevenir a un alma, fuera del pecado; porque, así como las sediciones y revueltas intestinas de una nación la arruinan enteramente, e impiden que pueda resistir al extranjero, de la misma manera nuestro corazón, cuando está interiormente perturbado e inquieto, pierde la fuerza para conservar las virtudes que había adquirido, y también la manera de resistir las tentaciones del enemigo, el cual hace entonces toda clase de esfuerzos para pescar a río revuelto, como suele decirse.

La inquietud proviene del deseo desordenado de librarse del mal que se siente o de adquirir el bien que se espera, y, sin embargo, nada hay que empeore más el mal y que aleje tanto el bien como la inquietud y el ansia. Los pájaros quedan prisioneros en las redes y en las trampas porque, al verse cogidos en ellas, comienzan a agitarse y revolverse convulsivamente para poder salir, lo cual es causa de que, a cada momento, se enreden más.

Luego, cuando te apremie el deseo de verte libre de algún mal o de poseer algún bien, ante todo es menester procurar el reposo y la tranquilidad del espíritu y el sosiego del entendimiento y de la voluntad, y después, suave y dulcemente, perseguir el logro de los deseos, empleando, con orden, los medios convenientes; y cuando digo suavemente, no quiero decir con negligencia, sino sin precipitación, turbación e inquietud; de lo contrario, en lugar de conseguir el objeto de tus deseos, lo echarás todo a perder y te enredarás cada vez más.

«Mi alma -decía David- siempre está puesta, ¡oh Señor!, en mis manos, y no puedo olvidar tu santa ley.» Examina, pues, una vez al día a lo menos, o por la noche y por la mañana, si tienes tu alma en tus manos, o si alguna pasión o inquietud te la ha robado: considera si tienes tu corazón bajo tu dominio, o bien si ha huido de tus manos, para enredarse en alguna pasión des ordenada de amor, de aborrecimiento, de envidia, de deseo, de temor, de enojo, de alegría. Y si se ha extraviado, procura, ante todo, buscarlo y conducirlo a la presencia de Dios, poniendo todos tus afectos y deseos bajo la obediencia y la dirección de su divina voluntad. Porque, así como los que temen perder alguna cosa que les agrada mucho, la tienen bien cogida de la mano, así también, a imitación de aquel gran rey, hemos de decir siempre: «¡Oh Dios mío!, mi alma está en peligro; por esto la tengo siempre en mis manos, y, de esta manera, no he olvidado tu santa ley».

No permitas que tus deseos te inquieten, por pequeños y por poco importantes que sean; porque, después de los pequeños, los grandes y los más importantes encontrarán tu corazón más dispuesto a la turbación y al desorden.

Cuando sientas que llega la inquietud, encomiéndate a Dios y resuelve no hacer nada de lo que tu deseo reclama hasta que aquélla haya totalmente pasado, a no ser que se trate de alguna cosa que no se pueda diferir; en este caso, es menester refrenar la corriente del deseo, con un suave y tranquilo esfuerzo, templándola y moderándola en la medida de lo posible, y hecho esto, poner manos a la obra, no según los deseos, sino según razón.

Si puedes manifestar la inquietud al director de tu alma, o, a lo menos, a algún confidente y devoto amigo, no dudes de que enseguida te sentirás sosegada; porque la comunicación de los dolores del corazón hace en el alma el mismo efecto que la sangría en el cuerpo que siempre está calenturiento: es el remedio de los remedios. Por este motivo, dio San Luis este aviso a su hijo: «Si sientes en tu corazón algún malestar, dilo enseguida a tu confesor o a alguna buena persona, y así podrás sobrellevar suavemente tu mal, por el consuelo que sentirás».