(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II del 17 de junio de 1998)
En la última cena Jesús dijo a los Apóstoles: «Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). La tarde del día de Pascua, Jesús cumplió su promesa: se apareció a los Once, reunidos en el cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Cincuenta días después, en Pentecostés, tuvo lugar «la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el cenáculo el domingo de Pascua». El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la descripción del acontecimiento.
Reflexionando sobre ese texto, podemos descubrir algunos rasgos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo.
Es importante, ante todo, tener presente la relación que existe entre la fiesta judía de Pentecostés y el primer Pentecostés cristiano.
Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas, la fiesta de la siega, cuando se ofrecía a Dios las primicias del trigo. Sucesivamente, la fiesta cobró un significado nuevo: se convirtió en la fiesta de la alianza que Dios selló con su pueblo en el Sinaí, cuando dio a Israel su ley.
San Lucas narra el acontecimiento de Pentecostés como una teofanía, una manifestación de Dios análoga a la del monte Sinaí: fuerte ruido, viento impetuoso y lenguas de fuego. El mensaje es claro: Pentecostés es el nuevo Sinaí, el Espíritu Santo es la nueva alianza, el don de la nueva ley. Con agudeza descubre ese vínculo san Agustín: «¡Gran misterio, hermanos, y digno de admiración! Si os dais cuenta, en el día de Pentecostés (los judíos) recibieron la ley escrita con el dedo de Dios y en el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo». Y un Padre de Oriente, Severiano de Gabala, afirma: «Era conveniente que en el mismo día en que fue dada la ley antigua, se diera también la gracia del Espíritu Santo».
Así se cumplió la promesa hecha a los padres. En el profeta Jeremías leemos: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días, dice el Señor: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31, 33). Y en el profeta Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis leyes» (Ez 36, 26-27).
¿De qué modo el Espíritu Santo constituye la alianza nueva y eterna? Borrando el pecado y derramando en el corazón del hombre el amor de Dios: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). La ley mosaica señalaba deberes, pero no podía cambiar el corazón del hombre. Hacía falta un corazón nuevo, y eso es precisamente lo que Dios nos ofrece en virtud de la redención llevada a cabo por Jesús. El Padre nos quita nuestro corazón de piedra y nos da un corazón de carne, como el de Cristo, animado por el Espíritu Santo, que nos impulsa a actuar por amor. Sobre la base de este don se instituye la nueva alianza entre Dios y la humanidad. Santo Tomás afirma, con agudeza, que el Espíritu Santo mismo es la Nueva Alianza, actuando en nosotros el amor, plenitud de la ley.
En Pentecostés viene el Espíritu Santo y nace la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los que han «nacido de lo alto», «de agua y Espíritu», como dice el evangelio de san Juan. La comunidad cristiana no es, ante todo, el resultado de la libre decisión de los creyentes; en su origen está primariamente la iniciativa gratuita del amor de Dios, que otorga el don del Espíritu Santo. La adhesión de la fe a este don de amor es «respuesta» a la gracia, y la misma adhesión es suscitada por la gracia. Así pues, entre el Espíritu Santo y la Iglesia existe un vínculo profundo e indisoluble. A este respecto, dice san Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda gracia». Se comprende, entonces, la atrevida expresión de san Agustín: «Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia».
El relato del acontecimiento de Pentecostés subraya que la Iglesia nace universal: éste es el sentido de la lista de los pueblos —partos, medos, elamitas...— que escuchan el primer anuncio hecho por Pedro. El Espíritu Santo es donado a todos los hombres, de cualquier raza y nación, y realiza en ellos la nueva unidad del Cuerpo místico de Cristo. San Juan Crisóstomo pone de relieve la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo, con este ejemplo concreto: «Quien vive en Roma sabe que los habitantes de la India son sus miembros».
Del hecho de que el Espíritu Santo es «la nueva alianza» deriva que la obra de la tercera Persona de la santísima Trinidad consiste en hacer presente al Señor resucitado y con él a Dios Padre. En efecto, el Espíritu realiza su acción salvífica haciendo inmediata la presencia de Dios. En esto consiste la alianza nueva y eterna: Dios ya se ha puesto al alcance de cada uno de nosotros. En cierto sentido, cada uno, «del más chico al más grande» (Jr 31, 34), goza del conocimiento directo del Señor, como leemos en la primera carta de san Juan: «En cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os enseñó, permaneced en él» (1 Jn 2, 27). Así se cumple la promesa que hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).
Gracias al Espíritu Santo, nuestro encuentro con el Señor se lleva a cabo en el entramado ordinario de la existencia filial en el «cara a cara» de la amistad, experimentando a Dios como Padre, Hermano, Amigo y Esposo. Éste es Pentecostés. Ésta es la nueva alianza.