De "Jesucristo. Palabras espirituales" por Romano Guardini, académico, sacerdote y teólogo italiano (1885-1968)
Dos velos hay que nos cierran la mirada a la realidad viva de Jesús.
El primero es nuestra ignorancia. Hemos de confesar que no es mucho lo que sabemos acerca de Él. Nos afanamos por infinitas cosas, vamos ávidos y anhelosos tras ellas... ¿Pero tratamos de oír y preguntar, de leer y estudiar con el mismo interés y afán quién es Jesús? ¡Somos ignorantes acerca de Él, lo somos!
El otro velo es que creemos saber, y en realidad sólo estamos acostumbrados a oír una y otra vez las mismas palabras, hechos y afirmaciones. Y esta rutina, que imposibilita toda fresca impresión, vela casi más gruesamente nuestra mirada que la misma ignorancia.
He ahí por qué estamos haciendo reiteradamente en estas meditaciones un doble ensayo: el de mirar, preguntar, estudiar desde puntos de mira nuevos y juntamente de quitar la parda capa de la rutina y llegar a la novedad de la figura.
Así preguntamos ahora.
Lo que hace tal al cristiano es su fe, aquella vida interior que la predicación de la revelación despierta en él apenas la recibe en sí.
Ahora bien, ¿en qué relación está Jesús respecto de la fe?
Desde luego no nos referimos a lo que dice sobre la fe, ni a cómo nos lleva a la fe, ni a lo que El exige de ella. Lo que preguntamos es si El mismo es un creyente.
Cuando Jesús habla del Padre, ¿habla por fe? Hay una teoría acerca de Jesús y de su relación con Dios, según lo cual, Jesús fue un hombre como nosotros, uno de nosotros en todo. El buscó, como nosotros, la salud. Y la halló, como a nosotros se nos promete y se nos da, en su relación con Dios. Lo grande en El está precisamente en que fue sólo hombre, siquiera el más alto y más cercano a Dios. Por eso puede ser realmente nuestro guía. ^ Se halla en la misma línea que nosotros, si bien un gran trecho más adelante. Su vida tiene la misma dirección que la nuestra: de lo humano a Dios. Consiguientemente fue también un creyente. Eso sí, con fuerza creadora, ya que El instituyó formalmente la actitud creyente del cristiano y dio el ejemplo de ella. Pero creyó.
En esta teoría hay algo grande. Alienta en ella un deseo particular de tomar realmente en serio lo cristiano. Pero cree que sólo puede hacerlo, si el que trajo la actitud cristiana al mundo fue de todo en todo como uno de nosotros. Ahí justamente siente esa teoría la invitación y la fuerza, lo que realmente obliga, lo que prende en lo real.
Mucho habría que decir sobre eso. Sobre todo que, en esa concepción no se da ya una redención real. Con lo cual cae lo más profundo del cristianismo. Pero prescindamos totalmente de eso: si abrimos el Nuevo Testamento y vemos la postura que toma Jesús ante Dios, cómo habla de El y cómo se sitúa El, en este hablar, delante de Dios, hemos de decir que no queda nada de lo que esta teoría siente. Si nos acercamos a Él con una opinión preconcebida, si realmente dejamos hablar al Evangelio, hemos de afirmar que Jesús no fue un creyente.
Porque, ¿qué significa la fe?
Supongamos uno que no ha oído aún palabra acerca de la revelación cristiana o que, por lo menos, no ha sido realmente tocado por ella. Un día tropieza con un libro que habla de lo cristiano o conoce a un hombre que vive en lo cristiano, y entra en contacto con ello. Se entabla una discusión; las preguntas van y vienen, hay aproximación y retroceso. La cosa se toma en serio, se penetra más y más, hasta que un día ese hombre se halla ante la última decisión y se atreve a dar el paso hacia la fe. A través de esa discusión se le ha abierto, dentro del ámbito de la existencia humana, una nueva realidad. Por su decisión la ha aceptado realmente y se ha colocado en ella con lo más íntimo de su ser. La fe significa, por tanto, establecer enlace con la realidad divina que aparece en la revelación. Significa abrazar esa realidad y vivir de ella.
Esto significa audacia y esfuerzo, significa una transposición y transformación de la propia existencia en el sentido de aquella realidad y desde ella también. Pero significa también nuevas conmociones que se suceden constantemente. En determinados momentos aquella realidad se presenta sensible y poderosa; en otros se vela y retrocede. Hay momentos en que brilla lo que quiere; luego, a su vez, su exigencia se torna oscura. O bien aquella realidad aparece conocida y familiar al espíritu, y de pronto surgen en ella nuevos aspectos, nos plantea nuevas exigencias y el conjunto se torna nuevamente problemático.
Y luego penetrando todo lo dicho: Aquella realidad viene de arriba y lo que hay en el hombre, de abajo. Y esto se resiste, no quiere entregarse, no se resigna a la muerte del hombre viejo. Así, la fe significa siempre lucha renovada por la fe; prueba y abnegación y constancia hasta lograr nueva seguridad... Si se trata de un hombre que ha crecido en la fe, las cosas pueden tomar en muchos puntos otro curso. Pero también él tendrá que pasar por una crisis de la fe más o menos profunda. Y aun después que nuevamente haya asentado el pie, su fe se verá una y otra vez rozada por la cuestión de la fe y tendrá que demostrarse: en la lucha por la fe.
Cierto que la fe crecerá, logrará nueva certeza y claridad; de pistis, confianza de la fe, pasará a ser, cada vez más claramente, gnosis, conocimiento de la fe; sin embargo, la fe está siempre en tensión, y esta tensión ha de superarse constantemente.
Si partiendo de aquí miramos a Jesús y preguntamos si fue un creyente, la respuesta más espontánea ha de ser que no. Jesús no pasa del no creer al creer. Tampoco se ve en El que una primera vida infantil de fe haya sido sacudida por crisis, de las que saliera su fe renovada y fortalecida. En Jesús no hallamos ni pruebas o tentaciones contra la fe ni lucha y victoria de la fe.
Es más, en El no hallamos en absoluto la actitud de la fe, que consiste en que el hombre abraza una realidad que le sale al encuentro, ni la lucha de la "antigua" realidad, centro de su vida, con la nueva que se despierta, con todo lo que ello supone de conmoción y abnegación. En Jesús no se da en absoluto la contraposición del que revela y del que recibe.
Pudiéramos expresarlo diciendo que Jesús tiene lo que dice. Posee al Dios de quien habla. Aquí no hay dualidad, sino unidad.
Sin duda se siente una lucha profunda y misteriosa.
Sin duda se perciben tensiones, discusiones. En eso se apoya la opinión que quiere ver a Jesús simplemente en actitud humana, y de ello tendremos que hablar todavía. Pero todo eso se sitúa en otra parte. No afecta a la fe.
Ahora pudiera decirse: Bien, Jesús no fue un creyente. Fue un iluminado. La palabra de Dios no llegó a El por un mensajero de la fe ni El la recibió con fe. El es quien trae la palabra de Dios. El es el mensajero de la fe, el enviado. Pero a El le fue dada por interior revelación.
Así tenemos que mirar a aquellas personas, de las que nos consta con certeza que recibieron la palabra por revelación, que fueron enviados. Tenemos que mirar a los profetas. ¿Qué pasa con los profetas?
En la vida del profeta llega siempre el momento en que Dios pone la mano sobre él. Antes era un creyente como todo el mundo. Luego viene el asirlo Dios y se convierte en instrumento. Pero toda su vida de profeta se realiza en la tensión o contraste entre su realidad humana y terrena y este asimiento de Dios. Lo que aquí se pide al profeta no es fe; pero es algo más difícil que la fe. La lucha es más dura, las crisis más hondas y conmovedoras; la abnegación constantemente exigida más penosa. No tenemos sino seguir en los libros de los reyes la vida de un Elías o leer atentamente el libro de un Isaías para darnos cuenta de ello. Si de aquí volvemos a Cristo y preguntamos si fue un profeta, hemos de contestar nuevamente que no. No hallamos en su vida el acontecimiento de asirlo Dios, de la primera toma de posesión, de la iluminación, de la misión... Se ha querido ver ese acontecimiento en el bautismo del Jordán; pero eso no es exacto. El bautismo en el Jordán revela su misión, pero no la funda. Y tampoco hallamos en su vida la lucha entre su centro humano y su centro profético. La palabra sagrada de Getsemaní: "No se haga mi voluntad, sino la tuya", significa algo totalmente distinto. No hallamos, finalmente, los momentos de agotamiento y de fortaleza, de resistencia y entrega. Nada de eso.
Jesús no es un profeta.
Antes hemos dicho que Cristo tiene aquello de que habla. El Dios de quien habla está en El. Ahora hemos de mirar más agudamente y decir: Jesús no habla de oídas o de "recibidas". Habla de suyo. Es distinto del creyente; por eso habla modo distinto que el creyente. Es distinto del profeta; por eso habla de modo distinto que el profeta.
Si ponemos atento oído a la manera cómo Jesús habla de Dios, cómo anuncia y requiere, nos sentimos llevados hacia un misterio íntimo, que se sitúa totalmente aparte del misterio del creyente y del profeta: al misterio del Dios-hombre.