La alegría pascual

(Texto del sacerdote y teólogo Karl Rahner)

Ahora reina Él, y reina allí, no la esterilidad y la muerte. En la muerte se ha convertido en corazón del mundo terreno, corazón divino en el centro del mundo, donde éste, incluso más allá de su desarrollo en el espacio y en el tiempo, hinca su raíz en la omnipotencia de Dios. De este corazón único de todas las cosas terrenas, en el cual ya no se distinguían la unidad plena y la pobreza absoluta, del cual brota todo su destino, ha resucitado.

Ha resucitado no para marcharse, no para que los dolores de la muerte, que de nuevo le engendran, le regalen la vida y la luz de Dios de tal manera que deje tras sí la tierra vacía y sin esperanza. Ha resucitado en su cuerpo. Esto quiere decir: ha comenzado a transformar este mundo. Ha rescatado el mundo para la eternidad, ha nacido de nuevo como hijo de la tierra, pero ahora es el glorioso, el ilimitado, el liberado de la tierra, que queda redimida para siempre de la muerte y de la esterilidad. Ha resucitado, no para mostrar que abandona definitivamente la tierra, sino para probar que esta tumba de los muertos —el cuerpo y la tierra— se ha transformado definitivamente en la casa gloriosa, inmensa del Dios vivo y del alma del Hijo llena de Dios.

No ha resucitado para ser arrancado de la tierra. Pues Él posee ya definitiva y gloriosamente el cuerpo, que es una parte de la tierra, una parte que siempre le pertenece como parte de su realidad y de su destino. Ha resucitado para revelar que por su muerte queda implantada la vida eterna libre y feliz en la estrechez y el dolor de la tierra, y en medio de sus corazones.

Lo que llamamos su resurrección y consideramos irreflexivamente como su destino privado, es sólo el primer síntoma real de que, más allá de lo que llamamos experiencia (a la que nosotros damos tanta importancia), todo ha llegado a ser distinto, con la verdadera y decisiva profundidad de todas las cosas. Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo ya arde el fuego de Dios, que lo llevará todo a la bienaventurada incandescencia.

Ha resucitado para demostrar que ha comenzado ya. Ya se levantan desde el corazón mismo de la tierra, en el que penetró muriendo, las nuevas fuerzas de una tierra gloriosa, ya están vencidos en lo más profundo de toda realidad el pecado, la esterilidad y la muerte, y no falta mucho tiempo, sólo lo que nosotros llamamos historia después de Cristo, para que toda la realidad, y no sólo el cuerpo de Jesús, refleje lo que realmente ha sucedido. Y porque no comenzó Cristo a salvar y glorificar el mundo por la superficie, sino por la raíz más íntima, creemos nosotros, seres superficiales, que no ha sucedido nada. Porque el agua del dolor y de la culpa todavía corre aquí donde estamos, nos imaginamos que sus fuentes, en lo profundo, no están todavía agotadas. Porque la maldad dibuja todavía nuevas ruinas en el rostro de la tierra, concluimos que en lo más profundo del corazón de la realidad ha muerto el amor. Pero todo no es sino apariencia, apariencia que tenemos por realidad de la vida.

Ha resucitado porque en la muerte ha conquistado para siempre el centro más íntimo de todo lo terreno y lo ha salvado. Y resucitando lo ha conservado. Y de esa manera Él permanece aquí. Guando le confesamos como subido a los cielos es sólo una manera de decir que nos retira por un tiempo la evidencia de su gloriosa humanidad, y sobre todo que no se da ya abismo alguno entre Dios y el mundo. Cristo está ya en medio de todas las cosas miserables de esta tierra, que no podemos abandonar porque es nuestra madre. Él está en la esperanza anónima de toda criatura que, sin saberlo, aguarda la participación en la glorificación de su cuerpo. Él está en la historia de la tierra, cuya ciega marcha a través de todas las victorias y caídas, dirige hacia su día con temible precisión; hacia aquel día en el que su gloria, transformándolo todo, emergerá desde sus propias profundidades.

Él está en todas las lágrimas y en toda muerte como júbilo oculto y vida que vence mientras aparenta morir. Él está en el mendigo a quien damos limosna, está como misteriosa riqueza que le caerá en suerte al que socorre. Él está en las mezquinas derrotas de sus siervos, como victoria que es sólo de Dios. Él está en nuestra impotencia como potencia que se puede permitir aparecer como débil, porque es invencible. Él está aun en medio del pecado, como misericordia, paciente hasta el fin, del amor eterno. Él está ahí como ley misteriosa y esencia íntima de todas las cosas que todavía triunfa y se impone cuando todos los órdenes parecen deshacerse. Está entre nosotros como la luz del día, como el aire, que no notamos, como ley misteriosa de un movimiento que no comprendemos, porque la parte de ese movimiento, que nosotros mismos vivimos, es demasiado corta para que podamos llegar a comprobar su fórmula.

Pero Él está ahí, como corazón de este mundo terreno y sello misterioso de su eterna validez. Por eso podemos y debemos nosotros, hijos de esta tierra, amarle. Incluso cuando nos atormenta el temor a la miseria y a la muerte. Pues desde que Él ha entrado en ésta para siempre, por su muerte y resurrección, la desgracia se ha convertido en algo provisional y en mera prueba de nuestra fe en el más íntimo misterio, que es el resucitado. Que éste es el sentido misterioso de su miseria, no es una experiencia nuestra. Realmente no. Pero nuestra fe se opone a toda experiencia. La fe que puede amar la tierra porque ella es el «cuerpo» del resucitado o lo será. Por eso no debemos dejarla: la vida de Dios habita en ella. Si buscamos al Dios de la infinitud (¿cómo podíamos abandonarlo?) y a la tierra confiada a nosotros, tal como es y tal como debe ser, para convertirse en nuestra eterna patria libre, los hallaremos por el mismo camino: en la resurrección del Señor. En ella ha mostrado Dios que Él ha redimido la tierra para siempre. Caro cardo salutis, la carne es el quicio de la salvación, ha dicho un padre de la Iglesia.

El más allá de todo pecado y de la muerte no está lejos, ha descendido y vive en lo más profundo de nuestra carne. La más sublime religiosidad de la huida del mundo no llegaría a hacer bajar de la lejanía de su eternidad al Dios de nuestra vida y de la salvación de esta tierra, ni llegaría tampoco hasta Él en su más allá. Pero Él mismo ha venido a nosotros. Y ha transformado lo que somos y lo que siempre queremos considerar como el turbio resto terreno de nuestra espiritualidad: la carne. Desde entonces, la madre tierra da a luz sólo a hijos que serán transformados. Pues la resurrección de Jesucristo es el comienzo de la resurrección de toda carne.

Una cosa falta: que su obra, su resurrección, que no podemos ignorar, se convierta en la felicidad de nuestra existencia. Tienen que hacer saltar la tumba de nuestro corazón. Tiene que resucitar del centro de nuestro ser también, donde está como fuerza y promesa. Ahí Él está todavía en camino. Ahí es todavía sábado santo, hasta el último día, que será la pascua completa de todo el cosmos. Y esta resurrección acontece en la libertad de nuestra fe, pero es también su obra. Obra suya que sucede como nuestra: como obra de la fe amante, que nos incorpora a la colosal marcha de toda realidad terrena hacia su propia gloria, que ha comenzado ya en la resurrección de Cristo.