Juan 20,1-9: había de resucitar de entre los muertos


El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.

Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo:
-Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo: pero no entró.

Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

REFLEXIÓN (de "Meditaciones - Vida, muerte y Resurrección de Jesucristo" por Fernando Basabe, S.J.):

Pedro y Juan, al igual que los demás discípulos, habían perdido la fe en el Señor ante el escándalo de su crucifixión y muerte. Era superior a su capacidad humana comprender el misterio de la redención lograda por Cristo mediante su humillación y su muerte. Pero en su corazón conservaban ciertamente un gran respeto, veneración y amor por el Señor. No creen, pero no han querido separarse; siguen juntos y en las cercanías del sepulcro. Quizá anduviesen pensando, dilucidando que iban a hacer en adelante. Y ante la noticia que les trae María Magdalena, no dudan en salir corriendo para ver qué ha sucedido. Y en esa ida al sepulcro reciben de nuevo rayos de luz para abrir los ojos y empezar a renovar su fe en Jesucristo.

La caída en la tentación de pérdida de la fe es un ejemplo aleccionador para todos nosotros. Hoy día no nos escandalizamos de la muerte de Cristo; pero si nos escandalizamos de los sufrimientos que puedan sobrevenir sobre nosotros. Cuando un dolor profundo, un gran sufrimiento físico o moral se apodera de nosotros, en seguida somos tentados en pensar que Dios no nos ama, que no se preocupa de nosotros; incluso podemos llegar a pensar que Dios no existe, ya que no escucha nuestras oraciones y no viene a socorrernos. Muchos son los hombres que caen en esa tentación y, al caer en ella, el corazón queda destrozado y sin esperanza alguna.

Aprendamos también de lo que sucedió a los apóstoles. Ellos pensaron que Dios había abandonado a Jesús; que si Dios hubiese amado a Jesús y sido todo benevolencia con él, nunca hubiera permitido que le crucificasen. No llegaron a comprender que los caminos de los hombres son distintos de los caminos de Dios. A través de esa muerte de Cristo, todos los hombres serían redimidos; y el mismo Señor obtendría su mayor gloria como Hijo de Dios.

Hoy día que conocemos nosotros todo el misterio de la Redención de Cristo y de su gloriosa resurrección, no tenemos razón alguna para poder dudar del amor que Dios nos tiene. Y cuando llegue el dolor y sufrimiento a nuestro corazón, nunca debemos preguntar a Dios por qué ese dolor y sufrimiento, sino que, confiando plenamente en su infinita bondad y providencia, debemos preguntarle "para qué" los permite. Y a esa pregunta sí encontraremos siempre respuesta. Los permite para mi purificación, los permite para asemejarme a su Hijo Redentor, para que colabore en la obra de salvación de todos los hombres. Dios nos concederá la esperanza cierta de que todo dolor y sufrimiento, ofrecido por amor y en unión a Cristo, terminará siempre en resurrección y gloria eterna.

Cuando los apóstoles lleguen ya a tener la fe perfecta en la resurrección de Cristo, se acabarán para ellos todas las tentaciones provenientes de circunstancias trágicas en la vida; al contrario, el sufrir y hasta el morir martirizados por Cristo serán considerados el mayor premio que el Señor les puede conceder. Vivamos siempre, en cualquier circunstancia de nuestra vida, "en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

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