Grandes son las obras del Señor

Salmo 110

¡Aleluya!
Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.
Grandes son las obras del Señor,
dignas de estudio para los que las aman.

Esplendor y belleza son su obra,
su generosidad dura por siempre;
ha hecho maravillas memorables,
el Señor es piadoso y clemente.

Él da alimento a sus fieles,
recordando siempre su alianza;
mostró a su pueblo la fuerza de su obrar,
dándoles la heredad de los gentiles.

Justicia y verdad son las obras de sus manos,
todos sus preceptos merecen confianza:
son estables para siempre jamás,
se han de cumplir con verdad y rectitud.

Envió la redención a su pueblo,
ratificó para siempre su alianza,
su nombre es sagrado y temible.

Primicia de la sabiduría es el temor del Señor,
tienen buen juicio los que lo practican;
la alabanza del Señor dura por siempre.

Catequesis del Papa Benedicto XVI (de la Audiencia General del 8 de junio de 2005):

Hoy sentimos un viento fuerte. El viento en la sagrada Escritura es símbolo del Espíritu Santo. Esperamos que el Espíritu Santo nos ilumine ahora en la meditación del salmo 110, que acabamos de escuchar. Este salmo encierra un himno de alabanza y acción de gracias por los numerosos beneficios que definen a Dios en sus atributos y en su obra de salvación:  se habla de "misericordia", "clemencia", "justicia", "fuerza", "verdad", "rectitud", "fidelidad", "alianza", "obras", "maravillas", incluso de "alimento" que él da y, al final, de su "nombre" glorioso, es decir, de su persona. Así pues, la oración es contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en la historia de la salvación.

El Salmo comienza con el verbo de acción de gracias que se eleva del corazón del orante, pero también de toda la asamblea litúrgica. El objeto de esta oración, que incluye también el rito de la acción de gracias, se expresa con la palabra "obras". Esas obras son las intervenciones salvíficas del Señor, manifestación de su "justicia", término que en el lenguaje bíblico indica ante todo el amor que genera salvación.

Por tanto, el núcleo del Salmo se transforma en un himno a la alianza, al vínculo íntimo que une a Dios con su pueblo y que comprende una serie de actitudes y gestos. Así, se habla de "misericordia y clemencia", a la luz de la gran proclamación del Sinaí: "El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad" (Ex 34, 6).

La "clemencia" es la gracia divina que envuelve y transfigura al fiel, mientras que la "misericordia" en el original hebreo se expresa con un término característico que remite a las "vísceras" maternas del Señor, más misericordiosas aún que las de una madre.

Este vínculo de amor incluye el don fundamental del alimento y, por tanto, de la vida, que, en la relectura cristiana, se identificará con la Eucaristía, como dice san Jerónimo: "Como alimento dio el pan bajado del cielo; si somos dignos de él, alimentémonos".

Luego viene el don de la tierra, "la heredad de los gentiles", que alude al grandioso episodio del Éxodo, cuando el Señor se reveló como el Dios de la liberación. Por tanto, la síntesis del cuerpo central de este canto se ha de buscar en el tema del pacto especial entre el Señor y su pueblo, como declara de modo lapidario el versículo 9: "Ratificó para siempre su alianza".

El salmo 110 concluye con la contemplación del rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su "nombre" santo y trascendente. Luego, citando un dicho sapiencial, el salmista invita a todos los fieles a cultivar el "temor del Señor", principio de la verdadera sabiduría. Este término no se refiere al miedo ni al terror, sino al respeto serio y sincero, que es fruto del amor, a la adhesión genuina y activa al Dios liberador. Y, si las primeras palabras del canto habían sido una acción de gracias, las últimas son una alabanza: del mismo modo que la justicia salvífica del Señor "dura por siempre", así la gratitud del orante no tiene pausa: "La alabanza del Señor dura por siempre".

Para resumir, el Salmo nos invita al final a descubrir las muchas cosas buenas que el Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también las cosas positivas, los numerosos dones que recibimos, para sentir así la gratitud, porque sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la gran liturgia de la gratitud, la Eucaristía.

Para concluir nuestra reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial de los primeros siglos cristianos el versículo final con su célebre declaración, reiterada en otros lugares de la Biblia: "El principio de la sabiduría es el temor del Señor".

El escritor cristiano Barsanufio de Gaza, en la primera mitad del siglo VI, lo comenta así: "¿Qué es principio de la sabiduría sino abstenerse de todo lo que desagrada a Dios? ¿Y de qué modo uno puede abstenerse sino evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo nada que no se deba decir, y además considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y totalmente inútil?".

Con todo, Juan Casiano, que vivió entre los siglos IV y V, prefería precisar que "hay una gran diferencia entre el amor, al que nada le falta y que es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto, denominado "principio de la sabiduría"; este, por contener en sí la idea del castigo, queda excluido del corazón de los perfectos al llegar la plenitud del amor". Así, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, el temor servil que hay al inicio es sustituido por un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo.