Es adviento. Y cuando reflexionamos en todas estas cosas que teníamos que decir —como Job hablando con Dios— experimentamos con plena evidencia que realmente todavía hoy sigue siendo adviento para nosotros. Pienso que debemos aceptar esto con sencillez.
El adviento es una realidad incluso para la Iglesia. Dios no ha dividido la historia en una mitad luminosa y otra oscura. No ha dividido a los hombres en «salvados» y «condenados». Sólo existe una única e indivisible historia, caracterizada en su totalidad por la debilidad y miseria del hombre, y situada bajo el compasivo amor de Dios, que la abraza y acoge completamente.
El adviento es una realidad incluso para la Iglesia. Dios no ha dividido la historia en una mitad luminosa y otra oscura. No ha dividido a los hombres en «salvados» y «condenados». Sólo existe una única e indivisible historia, caracterizada en su totalidad por la debilidad y miseria del hombre, y situada bajo el compasivo amor de Dios, que la abraza y acoge completamente.
Nuestro siglo nos obliga a conocer la realidad del adviento de forma totalmente nueva: la realidad de que hubo un adviento, pero que todavía hoy sigue habiéndolo. La realidad de que sólo existe una humanidad ante Dios. Que toda ella se encuentra en tinieblas, pero también que está iluminada por la luz de Dios. Y si es verdad que existió y existe un adviento, esto significa que Dios no fue puro pasado para ningún período precedente de la historia.
Al contrario, Dios es origen para todos nosotros, ya que venimos de él; pero es también el futuro hacia el que caminamos. Lo que significa que no podemos encontrar a Dios más que saliéndole al encuentro cuando se acerca a nosotros esperando y exigiendo que nos pongamos en marcha. Sólo podemos encontrar a Dios en este éxodo, en este salir de la comodidad presente para correr hacia el oculto resplandor del Dios que se aproxima.
La imagen de Moisés, subiendo al monte y entrando en la nube para encontrar a Dios, es válida para todos los tiempos. Dios sólo puede ser encontrado —incluso en la Iglesia— si subimos al monte y entramos en la nube del enigma de Dios, oculto en este mundo.
Los pastores de Belén, al comienzo de la historia neotestamentaria, enseñan lo mismo de otra forma. Se les dice: «Esto tendréis por señal: encontraréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2, 12). Con otras palabras: la señal para los pastores es que no encontrarán ninguna señal, sino sólo a Dios hecho niño; y, a pesar de este ocultamiento, deben creer en la cercanía de Dios. La señal exige de ellos que aprendan a descubrir a Dios en la incógnita de su ocultamiento. La señal exige de ellos que reconozcan que no es posible encontrar a Dios en las realidades perceptibles de este mundo, sino sólo saltando por encima de ellas.
Ciertamente, Dios ha puesto una señal en la grandeza y fuerza del universo, tras el que rastreamos algo de su poder creador. Pero la auténtica señal, la que él ha elegido, es el ocultamiento, comenzando por el pequeño pueblo de Israel y pasando a través del niño de Belén hasta morir en cruz pronunciando las palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Esta señal nos indica que las realidades de la verdad y del amor, las auténticas realidades de Dios, no son adquiribles en el mundo cuantitativo, sino que sólo pueden ser halladas cuando, pasando sobre éste, nos introducimos en un orden nuevo, Pascal ha expresado esta idea en su grandiosa teoría de los tres órdenes.
Según él, existe en primer lugar el orden de la cantidad, poderosa e inconmensurable: el objeto inagotable de las ciencias naturales. El orden del espíritu —el segundo gran ámbito de la realidad— aparece, desde el punto de vista de lo cuantitativo, como la pura nada, pues no abarca un espacio que se pueda medir. Y, a pesar de todo, un solo espíritu (Pascal cita como ejemplo el espíritu matemático de Arquímedes), un solo espíritu, decíamos, es más grande que todo el orden del mundo cuantitativo, porque este espíritu, que no tiene peso, ni longitud, ni anchura, puede medir todo el cosmos.
Mas por encima de él se encuentra el orden del amor. También éste, desde el punto de vista del «espíritu», de la inteligencia científica, como Arquímedes, es pura nada, pues le falta la comprobación científica y no aporta nada a este ámbito. Y, sin embargo, un único impulso del amor es infinitamente más grande que todo el orden del espíritu, porque representa la verdadera fuerza creadora, vivificadora y salvadora. A esta nada de la verdad y del amor, que no obstante es en realidad el verdadero uno y todo, nos conducirá el enigma de Dios, ya que él está oculto en este mundo y sólo puede ser encontrado en el ocultamiento.
Es adviento. Todas nuestras respuestas son parciales. Lo primero que debemos aceptar es esta realidad continua del adviento. Si lo hacemos, empezaremos a conocer que la frontera entre «antes de Cristo» y «después de Cristo» no está marcada en la historia ni en los mapas, sino que sólo atraviesa nuestro propio corazón. En la medida en que vivamos del egoísmo, cerrados en nosotros mismos, seremos de «antes de Cristo».
Pero roguemos al Señor en este período de adviento que nos conceda no ser ni de «antes de Cristo» ni de «después de él», sino el vivir realmente con Cristo y en Cristo: con él, que es el mismo ayer, hoy, y por los siglos.