En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
-Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles can él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones.
El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha:
-Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.
Entonces los justos le contestarán:
-Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?
Y el rey les dirá:
-Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.
Y entonces dirá a los de su izquierda:
-Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.
Entonces también éstos contestarán:
-Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos?
Y él replicará:
-Os aseguró que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos. los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.
Y éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.
REFLEXIÓN (de "El camino abierto por Jesús - Mateo" por José Antonio Pagola):
Un juicio sorprendente
Las fuentes no admiten dudas. Jesús vive volcado hacia aquellos que ve necesitados de ayuda. Es incapaz de pasar de largo. Ningún sufrimiento le es ajeno. Se identifica con los más pequeños y desvalidos y hace por ellos todo lo que puede. Para él, la compasión es lo primero. El único modo de parecernos a Dios: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».
No nos debería extrañar que, al hablar del Juicio final, Jesús presente la compasión como el criterio último y decisivo que juzgará nuestras vidas y nuestra identificación con él. ¿Cómo nos va a sorprender que se presente identificado con todos los pobres y desgraciados de la historia?
Según el relato de Mateo, «todas las naciones» comparecen ante el Hijo del hombre, es decir, ante Jesús el compasivo. No se hace diferencia alguna entre «pueblo elegido» y «pueblos paganos». Nada se dice de las diferentes religiones y cultos. Se habla de algo muy humano y que todos entienden: ¿qué hemos hecho con los que han vivido sufriendo junto a nosotros?
El evangelista no se detiene propiamente a describir los detalles de un juicio. Lo que destaca es un doble diálogo que arroja una luz inmensa sobre nuestro presente, y nos abre los ojos para ver que, en definitiva, hay dos maneras de reaccionar ante los que sufren: nos compadecemos y les ayudamos o nos desentendemos y los abandonamos.
El que habla es un juez que está identificado con todos los pobres y necesitados: «Cada vez que ayudasteis a uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis». Quienes se han acercado a ayudar a un necesitado se han acercado a él. Por eso han de estar junto a él en el reino: «Venid, benditos de mi Padre».
Luego se dirige a quienes han vivido sin compasión: «Cada vez que no ayudasteis a uno de estos pequeños, lo dejasteis de hacer conmigo». Quienes se han apartado de los que sufren se han apartado de Jesús. Es lógico que ahora les diga: «Apartaos de mí». Seguid vuestro camino.
Nuestra vida se está jugando ahora mismo. No hay que esperar ningún juicio. Ahora nos estamos acercando alejando de los que sufren. Ahora nos estamos acercando o alejando de Cristo. Ahora estamos decidiendo nuestra vida.
Lo decisivo no es la religión
La parábola del «juicio final» es, en realidad, una descripción grandiosa del veredicto final sobre la historia humana. No es fácil reconstruir el relato original de Jesús, pero la escena nos permite captar la «revolución» que ha introducido en la orientación del mundo.
Allí están gentes de todas las razas y pueblos, de todas las culturas y religiones. Se va a escuchar la última palabra que lo esclarecerá todo. Dos grupos van emergiendo de aquella muchedumbre. Unos son llamados a recibir la bendición de Dios: son los que se han acercado con compasión a los necesitados. Otros son invitados a apartarse: han vivido indiferentes al sufrimiento de los demás.
Las fuentes no admiten dudas. Jesús vive volcado hacia aquellos que ve necesitados de ayuda. Es incapaz de pasar de largo. Ningún sufrimiento le es ajeno. Se identifica con los más pequeños y desvalidos y hace por ellos todo lo que puede. Para él, la compasión es lo primero. El único modo de parecernos a Dios: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».
No nos debería extrañar que, al hablar del Juicio final, Jesús presente la compasión como el criterio último y decisivo que juzgará nuestras vidas y nuestra identificación con él. ¿Cómo nos va a sorprender que se presente identificado con todos los pobres y desgraciados de la historia?
Según el relato de Mateo, «todas las naciones» comparecen ante el Hijo del hombre, es decir, ante Jesús el compasivo. No se hace diferencia alguna entre «pueblo elegido» y «pueblos paganos». Nada se dice de las diferentes religiones y cultos. Se habla de algo muy humano y que todos entienden: ¿qué hemos hecho con los que han vivido sufriendo junto a nosotros?
El evangelista no se detiene propiamente a describir los detalles de un juicio. Lo que destaca es un doble diálogo que arroja una luz inmensa sobre nuestro presente, y nos abre los ojos para ver que, en definitiva, hay dos maneras de reaccionar ante los que sufren: nos compadecemos y les ayudamos o nos desentendemos y los abandonamos.
El que habla es un juez que está identificado con todos los pobres y necesitados: «Cada vez que ayudasteis a uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis». Quienes se han acercado a ayudar a un necesitado se han acercado a él. Por eso han de estar junto a él en el reino: «Venid, benditos de mi Padre».
Luego se dirige a quienes han vivido sin compasión: «Cada vez que no ayudasteis a uno de estos pequeños, lo dejasteis de hacer conmigo». Quienes se han apartado de los que sufren se han apartado de Jesús. Es lógico que ahora les diga: «Apartaos de mí». Seguid vuestro camino.
Nuestra vida se está jugando ahora mismo. No hay que esperar ningún juicio. Ahora nos estamos acercando alejando de los que sufren. Ahora nos estamos acercando o alejando de Cristo. Ahora estamos decidiendo nuestra vida.
Lo decisivo no es la religión
La parábola del «juicio final» es, en realidad, una descripción grandiosa del veredicto final sobre la historia humana. No es fácil reconstruir el relato original de Jesús, pero la escena nos permite captar la «revolución» que ha introducido en la orientación del mundo.
Allí están gentes de todas las razas y pueblos, de todas las culturas y religiones. Se va a escuchar la última palabra que lo esclarecerá todo. Dos grupos van emergiendo de aquella muchedumbre. Unos son llamados a recibir la bendición de Dios: son los que se han acercado con compasión a los necesitados. Otros son invitados a apartarse: han vivido indiferentes al sufrimiento de los demás.
Lo que va a decidir la suerte final no es la religión en la que uno ha vivido ni la fe que ha confesado durante su vida. Lo decisivo es vivir con compasión ayudando a quien sufre y necesita nuestra ayuda. Lo que se hace a gentes hambrientas, inmigrantes indefensos, enfermos desvalidos o encarcelados olvidados por todos se le está haciendo al mismo Dios, encarnado en Jesús. La religión más agradable al Creador es la ayuda al que sufre.
En la escena evangélica no se pronuncian grandes palabras como «justicia», «solidaridad» o «democracia». Sobran todas, si no hay ayuda real a los que sufren. Jesús habla de comida, ropa, algo de beber, un techo para guarecerse.
No se habla tampoco de «amor». A Jesús le resulta un lenguaje demasiado abstracto. No lo usó prácticamente nunca. Aquí se habla de cosas tan concretas como «dar de comer», «vestir», «hospedar», «visitar», «acudir». En el «atardecer de la vida» no se nos examinará del amor; se nos preguntará qué hemos hecho en concreto ante las personas que necesitaban nuestra ayuda.
Este es el grito de Jesús a toda la humanidad: ocúpense de los que sufren, cuiden a los pequeños. En ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios si no es liberando a las gentes del sufrimiento. Ninguna religión será bendecida por él si no genera compasión hacia los últimos.
La sorpresa final
Los cristianos llevamos veinte siglos hablando del amor. Repetimos constantemente que el amor es el criterio último de toda actitud y comportamiento. Afirmamos que desde el amor será pronunciado el juicio definitivo sobre todas las personas, estructuras y realizaciones de los hombres. Sin embargo, con ese lenguaje tan hermoso del amor, podemos estar ocultando con frecuencia el mensaje auténtico de Jesús, mucho más directo, sencillo y concreto.
Es sorprendente observar que Jesús apenas pronuncia en los evangelios la palabra «amor». Tampoco en esta parábola que nos describe la suerte final de los humanos. Al final no se nos juzgará de manera general sobre el amor, sino sobre algo mucho más concreto: ¿qué hemos hecho cuando nos hemos encontrado con alguien que nos necesitaba? ¿Cómo hemos reaccionado ante los problemas y sufrimientos de personas concretas que hemos ido encontrando en nuestro camino?
Lo decisivo en la vida no es lo que decimos o pensamos, lo que creemos o escribimos. No bastan tampoco los sentimientos hermosos ni las protestas estériles. Lo importante es ayudar a quien nos necesita.
La mayoría de los cristianos nos sentimos satisfechos y tranquilos porque no hacemos a nadie ningún mal especialmente grave. Se nos olvida que, según la advertencia de Jesús, estamos preparando nuestro fracaso final siempre que cerramos nuestros ojos a las necesidades ajenas, siempre que eludimos cualquier responsabilidad que no sea en beneficio propio, siempre que nos contentamos con criticarlo todo, sin echar una mano a nadie.
La parábola de Jesús nos obliga a hacernos preguntas muy concretas: ¿estoy haciendo algo por alguien?, ¿a qué personas puedo yo prestar ayuda?, ¿qué hago para que reine un poco más de justicia, solidaridad y amistad entre nosotros?, ¿qué más podría hacer?
La última y decisiva enseñanza de Jesús es esta: el reino de Dios es y será siempre de los que aman al pobre y le ayudan en su necesidad. Esto es lo esencial y definitivo. Un día se nos abrirán los ojos y descubriremos con sorpresa que el amor es la única verdad, y que Dios reina allí donde hay hombres y mujeres capaces de amar y preocuparse por los demás.
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En la escena evangélica no se pronuncian grandes palabras como «justicia», «solidaridad» o «democracia». Sobran todas, si no hay ayuda real a los que sufren. Jesús habla de comida, ropa, algo de beber, un techo para guarecerse.
No se habla tampoco de «amor». A Jesús le resulta un lenguaje demasiado abstracto. No lo usó prácticamente nunca. Aquí se habla de cosas tan concretas como «dar de comer», «vestir», «hospedar», «visitar», «acudir». En el «atardecer de la vida» no se nos examinará del amor; se nos preguntará qué hemos hecho en concreto ante las personas que necesitaban nuestra ayuda.
Este es el grito de Jesús a toda la humanidad: ocúpense de los que sufren, cuiden a los pequeños. En ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios si no es liberando a las gentes del sufrimiento. Ninguna religión será bendecida por él si no genera compasión hacia los últimos.
La sorpresa final
Los cristianos llevamos veinte siglos hablando del amor. Repetimos constantemente que el amor es el criterio último de toda actitud y comportamiento. Afirmamos que desde el amor será pronunciado el juicio definitivo sobre todas las personas, estructuras y realizaciones de los hombres. Sin embargo, con ese lenguaje tan hermoso del amor, podemos estar ocultando con frecuencia el mensaje auténtico de Jesús, mucho más directo, sencillo y concreto.
Es sorprendente observar que Jesús apenas pronuncia en los evangelios la palabra «amor». Tampoco en esta parábola que nos describe la suerte final de los humanos. Al final no se nos juzgará de manera general sobre el amor, sino sobre algo mucho más concreto: ¿qué hemos hecho cuando nos hemos encontrado con alguien que nos necesitaba? ¿Cómo hemos reaccionado ante los problemas y sufrimientos de personas concretas que hemos ido encontrando en nuestro camino?
Lo decisivo en la vida no es lo que decimos o pensamos, lo que creemos o escribimos. No bastan tampoco los sentimientos hermosos ni las protestas estériles. Lo importante es ayudar a quien nos necesita.
La mayoría de los cristianos nos sentimos satisfechos y tranquilos porque no hacemos a nadie ningún mal especialmente grave. Se nos olvida que, según la advertencia de Jesús, estamos preparando nuestro fracaso final siempre que cerramos nuestros ojos a las necesidades ajenas, siempre que eludimos cualquier responsabilidad que no sea en beneficio propio, siempre que nos contentamos con criticarlo todo, sin echar una mano a nadie.
La parábola de Jesús nos obliga a hacernos preguntas muy concretas: ¿estoy haciendo algo por alguien?, ¿a qué personas puedo yo prestar ayuda?, ¿qué hago para que reine un poco más de justicia, solidaridad y amistad entre nosotros?, ¿qué más podría hacer?
La última y decisiva enseñanza de Jesús es esta: el reino de Dios es y será siempre de los que aman al pobre y le ayudan en su necesidad. Esto es lo esencial y definitivo. Un día se nos abrirán los ojos y descubriremos con sorpresa que el amor es la única verdad, y que Dios reina allí donde hay hombres y mujeres capaces de amar y preocuparse por los demás.
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