En aquel tiempo, los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:
-Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús:
-¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
Le presentaron un denario. El les preguntó:
-¿De quién son esta cara y esta inscripción?
Le respondieron:
-Del César.
Entonces les replicó:
-Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
REFLEXIÓN (de la homilía del padre Raniero Cantalamessa):
Este domingo el Evangelio termina con una frase lapidaria de Jesús: «Lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios». No: o César o Dios; sino: el uno y el otro, cada uno en su plano. Es el comienzo de la separación entre religión y política, hasta entonces inseparables en todos los pueblos y regímenes. Los judíos estaban acostumbrados a concebir el futuro reino de Dios instaurado por el Mesías como una teocracia, o sea, como un gobierno directo de Dios en la tierra a través de su pueblo.
En cambio Cristo revela un reino de Dios que está en este mundo, pero no de este mundo, que camina en una longitud de onda distinta y que puede por ello coexistir con cualquier régimen, sea éste de tipo sacro o «laico».
Se revelan así dos tipos diferentes de soberanía de Dios en el mundo: la soberanía espiritual que constituye el reino de Dios y que Él ejercita directamente en Cristo, y la soberanía temporal o política que Dios ejercita indirectamente, confiándola a la libre elección de las personas y al juego de las causas segundas. César y Dios no están sin embargo situados en el mismo plano, porque también César depende de Dios y debe dar cuentas a Él. «Lo del César devolvédselo al César» significa por lo tanto: «Dad al César lo que Dios mismo quiere que sea dado al César». Es Dios el soberano último de todos. Nosotros no estamos divididos entre dos pertenencias; no estamos obligados a servir a «dos señores».
El cristiano está libre para obedecer al Estado, pero también para resistirle cuando el Estado se pone contra Dios y su ley. No vale invocar el principio de la orden recibida de los superiores, como están habituados a hacer ante el tribunal los responsables de crímenes de guerra. Antes que a los hombres, hay que obedecer a Dios y a la propia conciencia. No se puede dar a César el alma que es de Dios. El primero en sacar las conclusiones prácticas de esta enseñanza ha sido San Pablo. Él escribe: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino... Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son funcionarios de Dios los ocupados asiduamente en ese oficio» (Rm 13,1ss). Pagar legalmente los impuestos para un cristiano (y para toda persona honesta) es un deber de justicia, una obligación de conciencia. Garantizando el orden, el comercio y todos los servicios, el Estado da al ciudadano algo por lo cual tiene derecho a una contrapartida, precisamente para poder seguir dando tales servicios.
La evasión fiscal, cuando llega a ciertas proporciones –nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica–, es un pecado mortal. Es un robo hecho no al «Estado», o sea a nadie, sino a la comunidad, esto es, a todos. Ello supone naturalmente que también el Estado sea justo y equitativo al imponer sus tributos.
La colaboración de los cristianos en la construcción de una sociedad justa y pacífica no se agota con pagar los impuestos; debe extenderse también a la promoción de los valores comunes, como la familia, la defensa de la vida, la solidaridad con los más pobres, la paz. Otro ámbito en el que los cristianos deberían ofrecer una contribución más incisiva es la política: no tanto los contenidos cuanto los métodos, el estilo. Hay que desemponzoñar el clima de perpetuo litigio, volver a llevar a las relaciones entre los partidos más respeto y dignidad.
Respeto al prójimo, suavidad, capacidad de autocrítica: son rasgos que un discípulo de Cristo debe llevar a todas las cosas, también a la política. Es indigno de un cristiano abandonarse a insultos, sarcasmo, descender a riñas con el adversario. Si, como dice Jesús, quien dice al hermano «¡estúpido!» ya es reo de la gehenna, ¿qué será de muchos políticos?
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