Será cuestión de segundos tal vez, pero éste se le manifestará con toda su amplitud y profundidad. Incapaz de compartir con otros este secreto, cargará a solas, anonadado -a desgana y de noche- el mal que creía conocer y del que otras veces sólo había percibido el primer pliegue. Contacto profundo con el pecado del mundo. Primera etapa de una noche indispensable para la purificación del militante y el pleno conocimiento de sumisión de redentor.
Más adelante, la noche se instalará en el ápice de su alma, pero ésta será ya la aurora de la resurrección.
Dios, por amor a nosotros, trató a aquel que no conocía el pecado como si juera el pecado mismo, para que en Él fuéramos justificados con la justicia de Dios (2 Cor 5,21).
Comenzó a sentir temor y angustia y les decía (a sus apóstoles): «Triste está mi alma hasta la muerte, permaneced aquí y velad». Adelantándose un poco, cayó en tierra, y oraba que si era posible, pasase de Él aquella hora. Decía: «Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz; mas no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú» (Mc 14,33-36).
Ahora mi alma se siente turbada. Y, ¿qué diré? ¿Padre líbrame de esta hora? Mas para esto he llegado Yo a este momento. ¡Padre, glorifica tu nombre! (Jn 12,27)
Señor, estoy aterrado
esta noche estoy aterrado.
El mal es terrible, Señor,
es feo
es sucio.
Yo marcho por el fango
camino sobre el fango
nado en el fango.
El mundo es fango.
Me parece que tengo necesidad de lavarme
las manos
los ojos
el cuerpo
el corazón
el alma
todo, Señor.
No me atrevo a seguir avanzando,
no me atrevo ni a mirarme.
¿Por qué tuviste que enseñarme eso, por qué me hiciste comprender?
Ya no podré olvidarlo nunca más.
¡Ah, qué viejo me siento esta noche, más viejo que mi rostro mentiroso!
En unas horas he envejecido diez años.
Señor, perdón, yo no sabía todavía.
Señor, perdón, ellos aún no saben,
los hombres felices no lo saben,
los sin pecado aún no lo saben,
los puros, los inocentes no lo sabrán jamás,
ni siquiera podrán imaginarlo.
¡Oh, qué feo es, Señor!
Esta foto de muchachote puro y sonriente que miro,
me serena y me enfurece a un tiempo.
Envidio su inocencia y me molesta su tranquilidad,
mendigo su sonrisa que me hiere,
hambreo su pureza reciente y me hace daño.
Señor, ¿cómo se puede saber y quedar limpio?
¿cómo conocer y permanecer en paz?
¿cómo cargar la infinita tristeza del pecado y guardar en lo profundo tu Alegría?
Hijo mío; hace falta aceptar el mal que hay en el mundo,
hace falta, incluso, cargárselo a la espalda.
No te detengas, pero cógelo al paso:
para eso te envié por los caminos.
Te aplasta, no puedes seguir avanzando con él, te desplomas de asco en la noche y en la soledad.
Conozco todo eso, hijo mío,
también yo lo he pasado antes que tú:
fue mi Agonía.
Porque hay que pasar por ahí, ésa es la ley dé mi Redención.
Pues antes de resucitar hay que morir,
antes de morir hay que agonizar,
antes de agonizar hay que sufrir.
No huyas del mal. Al contrario: estáte allí. Cógelo.
Cuanto más feo sea, cuanto más pesado, más hay que empuñarlo.
Sufre,
muere:
la Alegría vendrá después.