Pentecostés, fiesta de la evangelización

(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II del 30 de mayo de 1979)

Ya en las primeras frases de los Hechos de los Apóstoles leemos que Jesús, después de su pasión y resurrección, "se presentó a ellos vivo... con muchas pruebas evidentes, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios" (Hch 1, 3). Entonces anunció que, pasados no muchos días, serían "bautizados en el Espíritu Santo" (Hch 1, 5). Y antes de la separación definitiva, como observa el autor de los Hechos de los Apóstoles, San Lucas, pero ahora en su Evangelio, les ordenó "...permanecer en la ciudad, hasta que seáis revestidos del poder de lo alto" (Lc 24, 49). Por eso, los Apóstoles, después que Él los dejó, subiendo al cielo, "volvieron a Jerusalén" (Lc 24, 52), donde —como informan de nuevo los Hechos— "perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús" (Hch 1, 14).

Ciertamente el lugar de esta oración común, recomendada explícitamente por el Maestro, era el templo de Jerusalén, como leemos al final del Evangelio de San Lucas. Pero era también el Cenáculo, como se deduce de los Hechos de los Apóstoles. El Señor Jesús les había dicho; "pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra" (Hch 1, 8).

Año tras año, la Iglesia en su liturgia celebra la Ascensión del Señor cuarenta días después de la Pascua. Año tras año, también ese período de diez días, que van de la Ascensión a Pentecostés, transcurre en oración al Espíritu Santo. En cierto sentido la Iglesia, año tras año se prepara al aniversario de su nacimiento. Ella —como enseñan los Padres— nació en la cruz el Viernes Santo; pero manifestó su nacimiento ante el mundo el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles fueron "revestidos del poder de lo alto" (Hch 1, 5). "Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia: el Espíritu es la verdad" (S. Ireneo).

Procuremos perseverar en este ritmo de la Iglesia. Durante éstos días ella nos invita a participar en la novena al Espíritu Santo. Se puede decir que, entre las diversas novenas, ésta es la más antigua; que nació, en cierto sentido, por institución de Cristo Señor. Es claro que Jesús no ha señalado las oraciones que debemos rezar durante estos días. Pero indudablemente recomendó a los Apóstoles pasar estos días en oración, esperando la venida del Espíritu Santo.

Esta recomendación era válida no sólo entonces. Es válida siempre. Y el período de diez días después de la Ascensión del Señor lleva en sí, cada año, la misma llamada del Maestro. Encierra también en sí el mismo misterio de la gracia, vinculada al ritmo del tiempo litúrgico. Es necesario aprovechar este tiempo. Procurar recogernos de modo especial y, en cierto sentido, entrar en el cenáculo junto con María y los Apóstoles, preparando el alma para recibir al Espíritu Santo, y su acción en nosotros. Todo esto tiene una gran importancia para la madurez interna de nuestra fe, de nuestra vocación cristiana. Y tiene también una gran importancia para la Iglesia como comunidad: cada una de las comunidades en la Iglesia y toda la Iglesia, como comunidad de todas las comunidades, maduren, año tras año, mediante el Don de Pentecostés.

"El soplo oxigenador del Espíritu ha venido a despertar en la Iglesia energías latentes, a suscitar carismas adormecidos, a infundir aquel sentido de vitalidad y de alegría que, en cada época de la historia, hace joven y actual a la Iglesia, dispuesta y feliz para anunciar su eterno mensaje a los tiempos nuevos" (Pablo VI).

También este año es necesario prepararse para la aceptación de este Don. Procuremos participar en la oración de la Iglesia. "...es imposible entender al Espíritu sin escuchar lo que Él dice a la Iglesia" (H. de Lubac).

Oremos también a solas. Hay una oración especial que resonará con la debida fuerza en la liturgia de Pentecostés; pero podemos repetirla frecuentemente, sobre todo en el período actual de espera: "Ven, Espíritu Santo/ y mándanos desde el cielo/ un rayo de tu luz./ Ven, padre de los pobres,/ ven, dado de los dones,/ ven, luz de los corazones,/ ...dulce huésped del alma/ y dulcísimo consuelo./ Descanso en la fatiga,/ alivio en el bochorno/ y en nuestro llanto consuelo./ ...Lava lo que está manchado,/ riega lo que está seco,/ sana lo que está enfermo./ Doblega lo que está rígido,/ calienta lo que está frío,/ endereza lo extraviado."

Quizá algún día volveremos otra vez sobre esta magnífica secuencia y procuraremos comentarla. Hoy baste sólo un breve recuerdo de algunas palabras y frases.

Dirigimos, pues, nuestras plegarias en este tiempo al Espíritu Santo. Pedimos sus dones. Pedimos por la transformación de nuestras almas. Pedimos fortaleza en la confesión de la fe, coherencia de la vida con la fe. Pedimos por la Iglesia para que realice su misión en el Espíritu Santo, a fin de que la acompañe el consejo y el Espíritu del Esposo y de su Dios. Pedimos por la unión de todos los cristianos. Por la unión en realizar la misma misión.

La descripción de este momento en el que los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén recibieron el Espíritu Santo, está unida de modo particular con la revelación de las lenguas. Leemos: "Se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre vado uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse" (Hch 2, 2-4).

El suceso, que tuvo lugar en el Cenáculo, no pasó desapercibido fuera, entre la gente que entonces se encontraba en Jerusalén, y eran —como leemos— judíos de diversas naciones: "...se juntó una muchedumbre, que se quedó confusa, al oírles hablar a cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6). Y los que se admiraban así, oyendo hablar la propia lengua, son enumerados sucesivamente en la descripción de los Hechos de los Apóstoles: "Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes" (Hch 2, 9-11). Todos estos oían el día de Pentecostés a los Apóstoles, que eran galileos, hablar en sus propias lenguas y anunciar las grandezas de Dios.

Así, pues, Pentecostés es el día del anuncio visible y perceptible de la realización del mandato de Cristo: "Id... y enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19). Mediante la revelación de las lenguas vemos ya, en cierto modo, y percibimos a la Iglesia que, cumpliendo este mandato, nace y vive entre las distintas naciones de la tierra.