(De la homilía del Papa Juan Pablo II el Jueves Santo, 12 de abril de 2001)
"En la noche de la última Cena, recostado a la mesa con los hermanos..., se da con sus propias manos como alimento para los Doce".
Con estas palabras el sugestivo himno "Pange lingua" presenta la última Cena, en la que Jesús nos dejó el admirable sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Las lecturas que acabamos de proclamar ilustran su sentido profundo. Forman casi un tríptico: presentan la institución de la Eucaristía, su prefiguración en el Cordero pascual, y su traducción existencial en el amor y el servicio fraterno.
Fue el apóstol san Pablo, en la primera carta a los Corintios, quien nos recordó lo que Jesús hizo "en la noche en que iba a ser entregado". Además del relato del hecho histórico, san Pablo añade un comentario suyo: "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Co 11, 26). El mensaje del Apóstol es claro: la comunidad que celebra la Cena del Señor actualiza la Pascua. La Eucaristía no es la simple memoria de un rito pasado, sino la viva representación del gesto supremo del Salvador. Esta experiencia no puede por menos de impulsar a la comunidad cristiana a convertirse en profecía del mundo nuevo, inaugurado en la Pascua. Contemplando esta tarde el misterio de amor que la última Cena nos vuelve a proponer, también nosotros permanecemos en conmovida y silenciosa adoración.
"El Verbo encarnado transforma, con su palabra, el verdadero pan en su carne".
Es el prodigio que nosotros, sacerdotes, tocamos cada día con nuestras manos en la santa misa. La Iglesia sigue repitiendo las palabras de Jesús, y sabe que está comprometida a hacerlo hasta el fin del mundo. En virtud de esas palabras se realiza un cambio admirable: permanecen las especies eucarísticas, pero el pan y el vino se convierten, según la feliz expresión del concilio de Trento, "verdadera, real y sustancialmente" en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
La mente queda desconcertada ante un misterio tan sublime. Numerosos interrogantes asaltan al corazón del creyente, que, a pesar de ello, encuentra paz en las palabras de Cristo."Aunque fallen los sentidos, basta sólo la fe para confirmar al corazón recto". Sostenidos por esta fe, por esta luz que ilumina nuestros pasos también en la noche de la duda y la dificultad, podemos proclamar: "Veneremos, pues, postrados tan gran sacramento".
La institución de la Eucaristía guarda relación con el rito pascual de la primera Alianza, descrito en la página del Éxodo que acabamos de proclamar: habla del cordero "sin defecto, macho, de un año" (Ex 12, 5), cuyo sacrificio liberaría al pueblo del exterminio: "La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora" (Ex 12, 13).
El himno de santo Tomás comenta: "Y la antigua ley ceda el puesto al nuevo sacrificio". Por eso, con razón, los textos bíblicos de la liturgia de esta tarde orientan nuestra mirada hacia el nuevo Cordero, que con su sangre libremente derramada en la cruz estableció una Alianza nueva y definitiva. La Eucaristía es precisamente presencia sacramental de la carne inmolada y de la sangre derramada del nuevo Cordero. En la Eucaristía se ofrecen la salvación y el amor a toda la humanidad. No podemos por menos de quedar fascinados por este misterio. Hagamos nuestras las palabras de santo Tomás de Aquino: "La fe supla la incapacidad de los sentidos". Sí, la fe nos lleva al asombro y a la adoración.
Llegados a este punto, nuestra mirada se ensancha hacia el tercer elemento del tríptico que forma la liturgia de hoy. Se encuentra en el relato del evangelista san Juan, el cual nos presenta la escena conmovedora del lavatorio de los pies. Con ese gesto Jesús recuerda a los discípulos de todos los tiempos que la Eucaristía exige dar testimonio de ella mediante el servicio de amor hacia los hermanos. Hemos escuchado las palabras del Maestro divino: "Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). Es un nuevo estilo de vida que deriva del gesto de Jesús: "Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13, 15).
El lavatorio de los pies se presenta como un acto paradigmático, que en la muerte en cruz y en la resurrección de Cristo encuentra su clave de lectura y su explicitación máxima. En este acto de servicio humilde la fe de la Iglesia ve el desenlace natural de toda celebración eucarística. La auténtica participación en la misa no puede por menos de engendrar el amor fraterno tanto en cada creyente como en toda la comunidad eclesial.
"Los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). La Eucaristía constituye el signo perenne del amor de Dios, amor que sostiene nuestro camino hacia la plena comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Es un amor que supera el corazón del hombre. Durante la adoración de esta noche al santísimo Sacramento, y al meditar en el misterio de la última Cena, nos sentimos inmersos en el océano de amor que brota del corazón de Dios. Hagamos nuestro, con espíritu de agradecimiento, el himno de acción de gracias del pueblo de los redimidos:
"Al Padre y al Hijo sean dadas alabanza y júbilo, salud, honor, poder y bendición. Una gloria igual sea dada al que de uno y de otro procede". Amén.