Hay que observar a Cristo mientras sube al Calvario. Y revivir con Él las estaciones de su Vía Crucis, para respirar su amor para con nosotros.
Pero la Pasión no se acabó entonces.
Pero la Pasión no se acabó entonces.
Resumida en Cristo, que cargó sobre sí todo el pecado y el dolor de los hombres, dos mil años después se sigue concretando en el mundo, y seguirá concretándose hasta el último atardecer del tiempo.
Cristo vivo en sus miembros sigue sufriendo y muriendo por nosotros a dos pasos de nosotros.
Su Calle de la Amargura pasa por nuestros barrios y ciudades, hospitales y fábricas; pasa por nuestras callejas de miseria y dolor de todos los estilos; pasa incluso por nuestros campos de batalla.
También ante estas estaciones hemos de meditar y orar para pedir a Cristo doloroso el valor de amarle lo bastante para lanzarnos a la acción.
Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24).
Yo estaré en agonía hasta el fin de los siglos, dice Dios.
Seré crucificado hasta el fin de los siglos.
Los cristianos, mis hijos, no parecen sospecharlo siquiera.
Soy maniatado, abofeteado, crucificado. Muero ante ellos, y ellos no se enteran, no ven nada, están ciegos.
No puede ser que sean verdaderos cristianos. ¿Cómo podrían vivir, si no, mientras yo muero?
Oh, Señor, dice el hombre, no te entiendo. Eso no es posible. Estás exagerando.
Si yo viera que te atacaban seguro que te defendería, estaría a tu lado si agonizases.
Señor, yo te amo.
No, no es verdad, dice Dios. Te equivocas. Los hombres os equivocáis, se equivocan.
Ellos dicen que se aman, se lo creen, a veces hasta son sinceros, admitámoslo.
Pero se equivocan de punta a punta, no comprenden, no ven.
Lentamente han ido deformándolo todo, deshuesándolo, vaciándolo.
Creen amarme porque una vez al mes honran mi sagrado Corazón como si Yo no les amase más que doce veces al año.
Creen amarme porque son exactos en sus devociones, porque asisten devotos a una bendición eucarística, porque no comen carne cuatro viernes al año, porque me compran una vela preciosa o sueltan una oración ante no sé qué imagen que me representa.
Pero Yo no soy de yeso pintarrajeado, dice Dios, ni de piedra, ni de bronce.
Yo soy de carne viva, palpitante, sufriente.
Yo estoy con ellos y ellos no me han reconocido.
Yo soy un obrero de los de quince pesetas. Yo soy un descontento, un huelguista.
Vivo en una covacha, estoy tuberculoso, duermo bajo los puentes. O en la cárcel.
Soy «honrado» con la «paternal caridad» de los ricos.
Y no será porque no les haya dicho: «Lo que hiciereis al más pequeño de los míos, a Mí me lo hacéis.»
Creo que está claro, ¿no?
Pero quizá lo peor es que lo saben perfectamente.
Y les parece un cuento. O demagogia.
Sí, han desgarrado mi Corazón, dice Dios, y Yo esperé que alguien se compadeciese de Mí, mas no hubo nadie.
Y ahora tengo frío, dice Dios, tengo hambre, estoy desnudo;
me encarcelan, me escarnecen, me humillan.
Pero aun ésta es una pasión de juguete, para que vaya entrenándome.
Porque los hombres, dice Dios, han inventado cosas más horribles:
enarbolando su libertad, empuñándola
ellos han inventado... (perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen)
ellos han inventado la guerra, la de verdad,
ellos han inventado la Pasión, la Pasión.
Porque donde quiera que haya un hombre allí estoy Yo, dice Dios.
Y desde el día en que me deslicé hasta sus vidas, hasta sus casas, hasta las de todos,
desde el día en que me lo jugué todo al intentar juntarlos, reunirlos, desde ese día
soy rico y soy pobre, obrero y patrón, huelguista y revienta-huelgas.
¡Todos estos quehaceres me han colgado los hombres!
Y ahora estoy del lado de los manifestantes y del lado de los guardias de asalto, pues hasta en policía me convierten los hombres.
Soy de izquierdas, de derechas, del centro,
y estoy a esta parte del telón de acero, y en la de allá,
soy español y francés, ruso y yanqui,
soy nacional y rojo, coreano del norte y coreano del sur, demócrata y fascista.
Estoy donde quiera que haya un hombre, dice Dios.
Sí, los hombre me compraron, me poseen, los judas.
(Dios te salve, maestro).
Y ahora estoy en su casa, con ellos, hecho uno de ellos, hecho ellos.
Y ved ahora lo que hacen de Mí:
me maniatan, me flagelan, me crucifican,
me destrozan al destrozarse entre sí,
me asesinan al asesinarse los unos a los otros.
Y como resulta que los hombres son grandes inventores, ahora inventaron... ¡la guerra!
y Yo salto hecho añicos al explotar las minas, agonizo en las trincheras, aúllo acribillado por los cascos de los obuses,
me desplomo bajo las ráfagas de las ametralladoras,
sudo sangre de hombre en todos los campos de batalla,
grito gritos de hombre en la noche de los combates,
muero muerte de hombre en la soledad de la refriega.
¡Oh, tierra de lucha, inmensa cruz donde los hombres todos los días me tienden!
¿No bastaba el madero del Gólgota?
¿Faltaba todavía este inmenso altar para mi sacrificio de amor y era necesario que mientras, a mi alrededor, los hombres se rieran, cantaran, danzaran y me crucificaran entre un inmenso mar de carcajadas?
¡Basta, Señor! ¡Ten piedad!
¡No puedo resistirlo! ¡Yo no he sido!
Sí, hijo mío,
eres tú y sois todos,
porque hacen falta muchos martillazos para ahondar un clavo,
hacen falta muchos latigazos para arar una espalda,
hacen falta muchas espinas para tejer una corona,
y tú eres uno más de esta humanidad que, reunida, me condena.
¿Qué interesa saber si tú eres de los que golpean o de los que miran, de los que hacen o de los que dejan hacer?
Todos sois igualmente culpables: actores y mirones.
Pero al menos, hijo mío, no seas tú de los que duermen, de los que pueden descansar tan tranquilos.
¡Dormir! ¡Es horrible esto de quedarse dormidos!
(¿Ni siquiera una hora podéis velar conmigo?)
Ea, hijo mío, de rodillas. No oyes el ruido del combate?
Es la campana que toca.
Es la misa que empieza.
Dios muere por ti crucificado por los hombres.