(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)
¡Oh oración de cada día! Tú eres pobre y un tanto gastada y yerma como el cada día mismo. Rara vez vienen sobre ti altos pensamientos y elevados afectos. No eres sublime sinfonía en majestuosa catedral, sino más bien un canto piadoso salido del corazón, sentido y ejecutado con la mayor voluntad, siempre algo simple y monótono. Pero tú eres la oración de la fidelidad y de la entrega confiada, la oración del servicio desinteresado y sin paga a la divina Majestad. Tú eres la unción sagrada que presta luz y grandeza a las horas grises y a los momentos perdidos. No preguntas tú por las vivencias del que ora, sino por la gloria de Dios. No quieres experimentar, sino creer. Tu paso es muchas veces cansado, pero andas.
¡Oh oración de cada día! Tú eres pobre y un tanto gastada y yerma como el cada día mismo. Rara vez vienen sobre ti altos pensamientos y elevados afectos. No eres sublime sinfonía en majestuosa catedral, sino más bien un canto piadoso salido del corazón, sentido y ejecutado con la mayor voluntad, siempre algo simple y monótono. Pero tú eres la oración de la fidelidad y de la entrega confiada, la oración del servicio desinteresado y sin paga a la divina Majestad. Tú eres la unción sagrada que presta luz y grandeza a las horas grises y a los momentos perdidos. No preguntas tú por las vivencias del que ora, sino por la gloria de Dios. No quieres experimentar, sino creer. Tu paso es muchas veces cansado, pero andas.
Puede parecer a veces que sale sólo de los labios. Pero ¿no es mejor que al menos los labios bendigan a Dios, que no que todo el hombre esté mudo? Y ¿no hay más esperanza de que encuentre un eco allá en el corazón lo que suena en los labios, que si todo el hombre permaneciera mudo? Y en estos nuestros tiempos,
pobres de oración, lo que se designa comúnmente como oración de solos labios, es, en realidad de verdad, la más de las veces, oración de un corazón pobre, pero fiel, que trabajosamente, honradamente, a través de toda su debilidad, cansancio y tedio, se labra una pequeña hendidura, por la que penetra un tenue rayo de luz eterna, que viene a caer sobre nuestro corazón sepultado bajo el cada día.
¡Ora cada día! Sacude el torpor y la apatía. Ora de un modo personal. Trata de convertir la oración de cada día en una oración propia, personal. Ello se hará si sabes volver tú del tráfago de la vida que te rodea y te penetra hacia ti mismo; si sabes volver de la sobreexcitada prisa y vértigo de la vida al sosiego, de la estrechez del mundo a la anchurosidad de la fe, de ti a Dios, si no te contentas con recitar maquinalmente tu fórmula de oración que aprendiste de niño.
¡Ora con regularidad! Exígete a ti lo que tú mismo te has impuesto como deber en la oración. Sé señor de tu bueno o mal humor, de tu talante y capricho. ¡Ora con regularidad!
¡Aprende a orar! Es gracia de Dios. Pero es también obra de una buena voluntad, un arte que se ha de ejercitar. Se puede aprender a recoger el espíritu antes de entrar en la oración, a apaciguar nuestro interior y pensar en lo que se va a hacer, elevar el alma hasta Dios. Se puede aprender a hablar con Dios sin necesidad de fórmulas de oración, a hablar con Dios de la propia necesidad, de la propia vida, de la misma repugnancia que se siente en tener que tratar con Él; a hablar con Él de los propios deberes, de las personas queridas, del propio estado de ánimo, del mundo y su miseria, de los que nos han precedido en la muerte; a hablar con Él de Él mismo, que es tan grande y tan distante, tan incomprensible y tan luminoso al mismo tiempo, que es Él la verdad y nosotros la mentira, Él el amor y nosotros el egoísmo, Él la vida y nosotros la muerte, Él la plenitud y nosotros la pobreza y el deseo.
Se puede aprender a dar una compostura conveniente al cuerpo, a evitar toda tensión muscular, a procurar hacerse silenció por dentro, a acallar el intemperante vocerío de las imágenes del cada día, de manera que se llegue como a percibir en sosiego la propia alma, pobre y empequeñecida, pero que sabe unas pocas palabras esenciales y un cantar que sólo canta a Dios.
Se puede aprender a convertir en oración la lectura de la Sagrada Escritura. Se puede aprender a reflexionar al fin del día, en la oración de la noche, sobre las experiencias del día para darles su justo sentido y su justa orientación hacia Dios; a hacer entrar el día entero en los secretos senos del alma, donde lo pasado se sedimenta en su más justa forma; es decir, sin amargura ni odio, en recta y buena intención y paz, en dolor sosegado de contrición, sin angustias nerviosas, en seriedad y en santificadora dedicación a Dios.
Se puede aprender a santificar con la oración aquellos momentos muertos del día, cuando nos vemos reducidos a la inactividad, en las estúpidas esperas de las antesalas y en las colas. Se puede aprender a refrescar la memoria de Dios a lo largo de todas las minúsculas contrariedades y alegrías que cada día nos trae.
Tales y parecidos recursos de quien quiere orar en el cada día pueden aprenderse y ejercitarse.
Apréndelo tú también. ¡Ora cada día!
¡Ora cada día! Sacude el torpor y la apatía. Ora de un modo personal. Trata de convertir la oración de cada día en una oración propia, personal. Ello se hará si sabes volver tú del tráfago de la vida que te rodea y te penetra hacia ti mismo; si sabes volver de la sobreexcitada prisa y vértigo de la vida al sosiego, de la estrechez del mundo a la anchurosidad de la fe, de ti a Dios, si no te contentas con recitar maquinalmente tu fórmula de oración que aprendiste de niño.
¡Ora con regularidad! Exígete a ti lo que tú mismo te has impuesto como deber en la oración. Sé señor de tu bueno o mal humor, de tu talante y capricho. ¡Ora con regularidad!
¡Aprende a orar! Es gracia de Dios. Pero es también obra de una buena voluntad, un arte que se ha de ejercitar. Se puede aprender a recoger el espíritu antes de entrar en la oración, a apaciguar nuestro interior y pensar en lo que se va a hacer, elevar el alma hasta Dios. Se puede aprender a hablar con Dios sin necesidad de fórmulas de oración, a hablar con Dios de la propia necesidad, de la propia vida, de la misma repugnancia que se siente en tener que tratar con Él; a hablar con Él de los propios deberes, de las personas queridas, del propio estado de ánimo, del mundo y su miseria, de los que nos han precedido en la muerte; a hablar con Él de Él mismo, que es tan grande y tan distante, tan incomprensible y tan luminoso al mismo tiempo, que es Él la verdad y nosotros la mentira, Él el amor y nosotros el egoísmo, Él la vida y nosotros la muerte, Él la plenitud y nosotros la pobreza y el deseo.
Se puede aprender a dar una compostura conveniente al cuerpo, a evitar toda tensión muscular, a procurar hacerse silenció por dentro, a acallar el intemperante vocerío de las imágenes del cada día, de manera que se llegue como a percibir en sosiego la propia alma, pobre y empequeñecida, pero que sabe unas pocas palabras esenciales y un cantar que sólo canta a Dios.
Se puede aprender a convertir en oración la lectura de la Sagrada Escritura. Se puede aprender a reflexionar al fin del día, en la oración de la noche, sobre las experiencias del día para darles su justo sentido y su justa orientación hacia Dios; a hacer entrar el día entero en los secretos senos del alma, donde lo pasado se sedimenta en su más justa forma; es decir, sin amargura ni odio, en recta y buena intención y paz, en dolor sosegado de contrición, sin angustias nerviosas, en seriedad y en santificadora dedicación a Dios.
Se puede aprender a santificar con la oración aquellos momentos muertos del día, cuando nos vemos reducidos a la inactividad, en las estúpidas esperas de las antesalas y en las colas. Se puede aprender a refrescar la memoria de Dios a lo largo de todas las minúsculas contrariedades y alegrías que cada día nos trae.
Tales y parecidos recursos de quien quiere orar en el cada día pueden aprenderse y ejercitarse.
Apréndelo tú también. ¡Ora cada día!