En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
-Sabéis que está mandado: «Ojo por ojo, diente por diente.»
Pues yo os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo: -Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.
Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los paganos? Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.
REFLEXIÓN (de "Vida y misterio de Jesús de Nazaret" por José Luis Martín Descalzo):
Ya hemos señalado que la gran revolución de Jesús comienza por un cambio de eje de la moral: la palabra «amarás» pasa a ocupar el centro.
Por eso Jesús, en el sermón de la montaña, comienza por atacar de frente el mismo núcleo del corazón humano: va a derribar de su trono al egoísmo y a poner en su lugar al amor. Y, como Jesús es un radical, empezará por pedir el más absurdo amor: el dedicado a quienes no lo merecen teóricamente, a los enemigos.
Quiere, desde el primer momento, que quede claro que él no pide «un poco más de amor», que «su» amor no es «ir un poquito más allá de lo que señalaría la justicia», sino hacer, por amor, lo contrario de lo que exigiría la justicia, yéndose al otro extremo por el camino del perdón y del amor.
Estamos, efectivamente, en el centro de la locura. Es decir: en el centro del cristianismo.
El día que estas palabras sonaron por primera vez en el mundo giraba la historia de la humanidad, comenzaba —al menos en esperanza— la primera, la única gran revolución que conoce o podría llegar a conocer el mundo. La gran revolución en realidad nunca empezada, salvo, tal vez, en unos pocos corazones y a ráfagas perdidas.
Pero es en Jesús donde estalla el gran mandato. Surge neto, vibrante en el sermón de la montaña. Toda la vida de Jesús no será sino una ampliación, una profundización, una puesta en práctica de lo que allí se enuncia.
Esta es la novedad decisiva de la doctrina y la moral de Jesús, enlazada con la otra gran novedad teológica de que Dios es Padre y es amor. En estas dos afirmaciones podría resumirse toda la aportación hecha por Jesús a la historia.
Pero para medir las dimensiones de esa aportación hay que subrayar, aunque sea muy rápidamente, la hondura y la anchura de la misma.
La hondura recordando que, en Jesús, el amor no es una aportación teórica, no es el consejo de un moralista, una especie de «superávit » del ser humano. Para Jesús el amor no es una actitud moral, ni siquiera la suprema actitud moral, es una verdadera ontología, una condición imprescindible para «ser».
Para él, amar es estar vivo; no amar es estar muerto. No es vivir «mejor», es «empezar a vivir». Y amar es estar con Cristo. No amar es estar lejos de él. Y el amor, para Jesús, es la verdad, la condición imprescindible para que algo sea verdad. Descubrir el amor, es descubrirle a él. Y descubrir a Jesús en el amor es encontrar el camino, la verdad y la vida.
Por eso tiene razón absoluta —y no es sólo retórica— lo que escribe Papini:
"Esas palabras del sermón de la montaña son la carta magna de la nueva raza, de la tercera raza que va a nacer. La primera fue la de los bárbaros sin ley, y su nombre fue «guerra». La segunda fue la de los bárbaros desbastados por la ley, y su más alta perfección fue la justicia y es la raza que dura todavía, pues la justicia aún no ha vencido a la guerra y la ley no ha terminado de suplantar a la brutalidad. La tercera debe ser la raza de los hombres verdaderos, no sólo justos, sino santos; no semejantes a las bestias, sino a Dios."
Es cierto: de esta tercera raza que proclama el sermón de la montaña sólo ha existido un espécimen total: Jesús, y algunos parciales, en los santos.
Esta nueva raza quiere cambiar el concepto del hombre desde sus cimientos. Por eso pone amor donde había egoísmo. Porque es precisamente sobre el egoísmo sobre donde reposa el hombre viejo, la argamasa que le sostiene y que jamás han podido modificar las revoluciones de los hombres, por bien intencionadas que sean.
Por eso Jesús no se preocupa de los pequeños cambios en la corteza del mundo. Ataca el nervio vivo. Y sólo cuando se haya extirpado esa última raíz de todos los males humanos que es el egoísmo, sólo entonces podrá cambiar el hombre y, con ello, el mundo.
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