Consejos para ser humildes

De "La práctica de la humildad" del papa León XIII

Abre los ojos de tu alma, y considera que no tienes nada tuyo de que gloriarte. Tuyo sólo tienes el pecado, la debilidad y la miseria; y, en cuanto a los dones de naturaleza y de gracia que hay en tí, solamente a Dios, de quien los has recibido como principio de tu ser, pertenece la gloria.

Concibe un profundo sentimiento de tu nada y hazlo crecer continuamente en tu corazón a despecho del orgullo que te domina. Persuádete en lo más intimo de ti mismo que no hay en el mundo cosa más vana y ridícula que querer ser estimado por dotes que has recibido en préstamo de la gratuita liberalidad del Creador; puesto que, como dice el Apóstol, si las has recibido, ¿Por qué te glorías como si no las hubieses recibido?

Piensa a menudo en tu debilidad, en tu ceguera, en tu bajeza, en tu dureza de corazón, en tu sensualidad, en la insensibilidad por Dios, en tu apego a las criaturas y en tantas otras inclinaciones viciosas que nacen en tu naturaleza corrompida; y que esto te lleve a abismarte de continuo en tu nada y a ser muy pequeño y muy bajo a tus ojos

Imprime en tu espíritu el recuerdo de los pecados de tu vida pasada; persuádete de que el pecado de soberbia es un mal tan abominable, que cualquier otro en la tierra y en el infierno es muy pequeño en comparación con él; este pecado fue el que hizo prevaricar a los ángeles en el cielo y los precipitó a los abismos; el que corrompió a todo el género humano y desencadenó sobre la tierra la multitud infinita de males que durarán lo que dure el mundo, lo que dure la eternidad. Por otra parte, un alma cargada de pecados es sólo digna de odio, de desprecio, de tormento; mira, pues, qué estima puedes tener de tí mismo, después de tantos pecados de que te has hecho culpable.

Considera, además, que no hay delito. por enorme y detestable que sea, al que no se incline tu malvada naturaleza y del que no puedas hacerte reo; y que sólo por la misericordia de Dios y por el auxilio de su gracia te has librado hasta el presente de cometerlo (según aquella sentencia de San Agustín, que no hay pecado en el mundo que el hombre no pueda cometer si la mano que hizo al hombre dejara de sostenerlo) Lamenta interiormente un estado tan deplorable y resuelve firmemente reputarte entre los más indignos pecadores.

Piensa a menudo que más pronto o más tarde has de morir, y que tu cuerpo se pudrirá en la sepultura; ten siempre ante los ojos el tribunal inexorable de Jesucristo, ante el cual todos necesariamente hemos de comparecer; medita en los eternos dolores que esperan a los malos en el infierno, y especialmente a los imitadores de Satanás, que son los soberbios. Considera seriamente que el velo impenetrable que esconde al ojo mortal los juicios divinos te impide saber si serás o no del numero de los réprobos, que en compañía de los demonios serán arrojados eternamente a aquel lugar de tormentos para ser víctima eterna de un fuego encendido por el soplo de la ira divina. Esta incertidumbre te servirá para mantenerte en una extrema humildad y para inspirarte un saludable temor.

No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio a tí mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en tí mismo el reino del amor propio, ese terreno abominable donde germinan todos los vicios y donde se alinean y crecen a placer tu orgullo y presunción.

Mientras te sea posible, mantente en silencio y recogimiento; mas que esto no sea con perjuicio del prójimo, y cuando tengas que hablar hazlo con contención, con modestia y con sencillez. Y si sucediera que no te escuchan, por desprecio o por otra causa, no des muestras de disgusto; acepta esta humillación y súfrela con resignación y con ánimo tranquilo.

Evita con todo cuidado las palabras altaneras, orgullosas o que indiquen pretensiones de superioridad; evita también las frases estudiadas y las palabras irónicas; calla todo lo que pueda darte fama de persona graciosa y digna de estimación. En una palabra, no hables nunca sin justo motivo de tí mismo y evita todo aquello que pueda cosecharte honras y alabanzas.

En las conversaciones no te mofes ni zahieras a los demás con palabras y sarcasmos; huye de todo lo que huela a espíritu del mundo. De las cosas espirituales no hables como un maestro que da lecciones, a no ser que tu cargo o la caridad te lo impongan; conténtate con preguntar a persona avisada que pueda aconsejarte; porque el querer dárselas de maestro sin necesidad es echar leña al fuego de nuestra alma, que se consume ya en humo de soberbia.

Reprime con todas tus fuerzas la curiosidad vana e inútil; por eso, no te afanes demasiado por ver esas cosas que los mundanos tienen por bellas, raras y extraordinarias; esfuérzate, en cambio, por saber cuál es tu deber y lo que puede aprovecharte para tu salvación.

Muestra siempre un gran respeto y reverencia a tus superiores, una gran estima y cortesía a tus iguales y una gran caridad a los inferiores; persuádete que el obrar de otra manera sólo puede ser efecto de un espíritu dominado por la soberbia.

Conforme a la máxima del Evangelio, busca siempre el lugar más bajo, en la sincera persuasión de que precisamente por serlo es el que más te conviene. Asimismo, en las necesidades de la vida, no apuntes demasiado alto en tus deseos y en tus preocupaciones; conténtate con cosas sencillas y modestas, que son las que más se compadecen con tu poquedad.

Si te faltan los consuelos temporales y Dios te quita los espirituales, piensa que has tenido siempre más de los que merecías; conténtate con lo que el Señor te envía.

Cultiva siempre en tu interior la santa costumbre de acusarte, reprenderte y condenarte. Sé juez severo de todas tus acciones, que van siempre acompañadas de mil defectos y de las continuas pretensiones del amor propio. Concibe a menudo un justo desprecio por tí mismo al verte en tus acciones tan falto de prudencia, de sencillez y de pureza de corazón.

Evita como un mal gravísimo el juzgar los hechos del prójimo; antes bien, interpreta benignamente sus dichos y hechos, buscando con industriosa caridad razones con que excusarlos y defenderlos. Y si fuera imposible la defensa, por ser demasiado evidente el fallo cometido, procura atenuarlo cuanto puedas, atribuyéndolo a inadvertencia o a sorpresa, o a algo semejante, según las circunstancias; por lo menos, no pienses más en ello, a no ser que tu cargo te exija que pongas remedio.

No contradigas nunca a nadie en la conversación cuando se trate de cosas dudosas, que pueden tomarse por el sí o por el no (en un sentido o en otro). En las discusiones no te acalores, y si tu opinión la estiman falsa o menos buena, cede modestamente y permanece en un humilde silencio. Cede también y observa igual proceder en las cosas que no tienen importancia, aun cuando estés cierto de la falsedad de la opinión contraria. En las demás ocasiones en que sea necesario defender la verdad, actúa con energía, pero sin furor ni despecho, y está seguro de que obtendrás más éxito con la dulzura que con el ímpetu y con el desdén.

No ocasiones molestias a nadie, por ínfimo que sea, ni de palabra, ni de obra, ni con tu comportamiento, a no ser que te lo exijan el deber, la obediencia o la caridad.

Si alguien te fastidia con frecuencia y te mortifica de intento en muchas ocasiones con injurias y con ultrajes, no te aires, considéralo más bien como un instrumento del que se sirve para tu bien la misericordia de Dios, que quiere curar de este modo la llaga inveterada de tu orgullo.

La ira es un vicio aborrecible en toda clase de personas, y máxime en las espirituales, que debe su violencia al orgullo que las sustenta; esfuérzate, pues, en acumular un caudal de dulzura, para que cuando te ultrajen, por honda que sea la herida de la injuria, seas capaz de conservar la calma. En esas ocasiones no alimentes ni guardes en tu corazón sentimientos de aversión o de venganza para quien te ofendió; antes bien, perdónale de corazón, convencido de que no hay mejor disposición que ésta para alcanzar de Dios el perdón de las injurias que le has hecho. Este humilde sufrimiento te cosechará muchos méritos para el cielo.

Sufre con paciencia los defectos y la fragilidad de los otros, teniendo siempre ante los ojos tu propia miseria, por la que has de ser tú también compadecido de los demás.

Muéstrate manso y humilde con todos, y más aún con aquellos hacia los que sientes una cierta repugnancia y aversión; no digas como algunos: "Dios me libre de sentir odio hacia aquella persona, pero no quiero verla a mi lado, ni tener tratos con ella". Esta repugnancia tiene su origen en la soberbia y en no haber vencido con las armas de la gracia la orgullosa naturaleza y el amor propio; porque si se abandonaran a las mociones de la gracia, sentirían esfumarse a impulsos de una verdadera humildad todas las dificultades que encuentran y soportarían con paciencia aún las naturalezas más duras y salvajes.

Si te sobreviene alguna contradicción, bendice al Señor, que dispone las cosas del mejor de los modos; piensa que la has merecido, que merecerías más todavía, y que eres indigno de todo consuelo; podrás pedir con toda simplicidad al Señor que te libre de ella, si así le place; pídele que te dé fuerzas para sacar méritos de esa contrariedad. En las cruces no busques los consuelos exteriores, especialmente si te das cuenta que Dios te las manda para humillarte y para debilitar tu orgullo y presunción. En medio de ellas debes decir con el Rey Profeta: ¡Cuán bueno ha sido para mí Señor, que me hayas humillado, porque así he aprendido tus mandatos!