Cómo y por qué se escala a la sabiduría. El amor verdadero

(De "Soliloquios" por san Agustín de Hipona)

Indagamos ahora cuánto amas la sabiduría, a la que deseas contemplar y abrazar sin ningún velo, tal como se ofrece sólo a sus muy raros y privilegiados amantes.

Si amaras a una mujer hermosa y ella averiguase que tenías puesto el amor en otras cosas, fuera de su persona, con razón se te negaría; ¿crees que la hermosura castísima de la sabiduría se te mostrará si no es el objeto único de tu deseo?

Agustín:
¡Miserable de mí! ¿Por qué, pues, se me priva de su vista, prolongándose el tormento de mi deseo?
Ya he demostrado que ningún otro amor me domina, porque lo que no se ama por sí mismo, no se ama.
Yo amo sólo la sabiduría por sí misma, y las demás cosas deseo poseerlas o temo que me falten sólo por ella: la vida, el reposo, los amigos.
¿Y qué límite puede haber en el amor de aquella Hermosura, por la cual no sólo no envidio a los demás, sino deseo multiplicar a sus amadores que conmigo la pretendan, conmigo la busquen, conmigo la posean, conmigo la gocen, siendo para mí tanto más amigos cuanto mas común nos sea nuestra amada?
Razón:
Tales deben ser los aspirantes a la Sabiduría. A tales busca ella para su casta y limpia unión.
Pero no es único el camino que allí conduce, pues cada cual, según su estado de salud y de fuerza, abraza aquel singular y verdadero bien.
Ella es cierta luz inefable e incomprensible de las inteligencias. Que la luz ordinaria nos enseñe, en lo que puede, cómo es aquella.
Hay ojos tan sanos y vigorosos que, después de abrirse, pueden mirar de hito en hito sin parpadear al mismo sol.
Para éstos, la misma luz es salud, no necesitan magisterio, sino tan sólo alguna amonestación. Bástales creer, esperar y amar.
Otros, al contrario, se deslumbran con la misma luz que desean contemplar tan ardientemente, y sin conseguir lo que quieren, muchas veces vuelven a la sombra con gusto.
A éstos, aunque se mejoren, hasta considerarse sanos, es peligroso mostrarles lo que no pueden ver aún. Hay que ejercitarlos pues antes, su amor debe nutrirse con una conveniente dilación. Primero se les mostrarán objetos opacos, pero bañados con la luz, como un vestido, un muro, algo semejante.
Han de pasar después a fijar la vista en cosas que brillan con mayor belleza no por sí mismas, sino con el reverbero solar, como el oro, la plata y cosas similares, cuyo reflejo no dañe a los ojos.
Entonces, con moderación, se les podrá mostrar el fuego terreno, y sucesivamente los astros, la luna, el rosicler de la aurora y el cándido resplandor celeste. Habituándose cada cual más pronto o más tarde según su disposición a este orden de cosas en su integridad o parcialmente, podrá ya carearse con el mismo sol sin titubeo y con gran deleite.
Así proceden algunos muy buenos maestros con los muy amantes de la sabiduría, capaces ya de ver, pero faltos de agudeza.
La buena disciplina lleva a la sabiduría por grados, aunque llegar sin orden es de una inefable dicha. Mas hoy bastante hemos escrito, según creo; hay que mirar también por la salud.