¡Oh Dios! Tú el cercano, el grande. Tú mi Dios. Tú eres el solo bueno. Yo te amo

(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)

Si nos parece muchas veces que no tenemos poder alguno sobre nuestro frío corazón, podemos siempre, al menos, una cosa: poner oído atento a los callados, tímidos, casi inconscientes movimientos de este amor de Dios, a las tenues llamadas de nuestro inquieto corazón hacia Dios.

Los mil afanes de nuestra vida nos dejan con frecuencia cansados y desabridos; las mismas alegrías se tornan insípidas; presentimos a veces que aun nuestros mejores amigos quedan lejos de nosotros, y las mismas palabras de cariño de los hombres de nuestra mayor intimidad penetran en nuestros oídos como de lejos, lánguidas y frías.

Todo lo que el mundo valora lo sentimos como vana granjería sin valor de fondo. Lo nuevo se hace viejo, los días quedan atrás, el seco saber se torna vacío y frío, la vida se marcha, la riqueza se evapora, el favor del vulgo sabe a capricho, los sentidos se embotan, el mundo es cambio, los amigos mueren. Y todo esto no es más que la suerte común de la vida ordinaria, aunque los hombres apenas lo ponen en la cuenta del penar y del dolor. Sobre ello hay que poner todo el dolor y toda la amargura que puede henchir la vida del hombre, todas las lágrimas, todas las miserias del cuerpo y alma.

Pues justamente ésa es la acción de la gracia, cuando esta visión de la finitud y caducidad de todo se adhiere con viveza a la mente del hombre. Los hombres, es verdad, esquivan en lo posible este conocimiento; cuando un contento terreno deja el corazón insatisfecho, se pone la mira esperanzada en otro. Mas quien para mientes en este cuadro del corazón desolado, en esa inacabable ansia del alma; el que cala todo lo que significa ese desventurado sino del hombre de descubrir por doquiera, para su decepción, límites y barreras; ése tal está ya labrando un espacio en su corazón para el amor de Dios. Ve que sólo un ser puede embelesar el corazón con todo su pensar y sentir, que sólo ese uno permanece, que sólo ese uno es fiel, que sólo ese uno puede ser todo para nosotros y poseernos enteramente.

Y cuando en medio de este desengaño de todo lo de acá, que todo cristiano debe vivir, sentimos que sólo uno es capaz de recoger ese nuestro ser total, que queremos entregar en un incontenible impulso de amor; cuando soportamos a pie firme ese profundo y total desengaño de todo, sin desesperación y sin ilusión; entonces comenzamos a amar a Dios. Suspiramos por algo, y no sabemos a punto fijo qué es, pero estamos bien seguros de que es algo que el mundo no nos puede dar. Y a este desconocido ser, ansiado y amado, debemos darle, con exclusión de todo otro ser, su propio nombre: Dios.

Así despierta espontáneamente el amor a Dios en nuestra alma; casi sin advertirlo, suspira el hombre por el Dios de su corazón y por su participación en la eternidad. Así, suave y espontáneamente, comienza a buscar a Aquel Único que permanece cuando todo se hunde, a Aquel Único que nos envuelve y nos ama, al Dios de los deseos de nuestro pobre corazón.

Otras veces no es este desengaño de las cosas de acá lo que despierta en nosotros el amor de Dios, sino una alegría agradecida y tranquila. Un alma buena sale a nuestro encuentro; nos han hecho un favor; nos vemos de pronto aliviados de un grave temor o de un duro trabajo, o por otras mil maneras nuestra alma se siente de pronto inundada de una sosegada alegría. Casi sin darnos cuenta, presentimos que detrás de este pequeño acontecimiento hay otro mayor invisible; que este destello de gozo es sólo centella de una luz eterna. Experimentamos con corazón agradecido cuan sin ruido ha pasado Dios a nuestro lado y nos ha bendecido. Nos llena y dilata suavemente un aprender de nuevo que Él es bueno y grande y lleno de misericordia. Su cercanía nos envuelve y su bendición despierta en nosotros el amor.

Cuando Dios nos visita así, con el dolor o con la alegría, cuando se despierta así su amor en nuestra alma, debemos ponernos a tono con ese impulso que remueve los fondos de nuestro ser. No hemos de dejar que el vocerío del mundo, la distracción del ánimo u otros afanes de tierra, apaguen de nuevo en nosotros el eco de la voz de Dios, de esa voz que se insinúa con una tenue y silenciosa ansia de Dios y se explaya luego en palabras de amor. Todo en nosotros ha de hacer coro al sostenido orar de nuestro incansable corazón: ¡Oh Dios! Tú el cercano, el grande. Tú mi Dios. Tú eres el solo bueno. Yo te amo.

Poco e insignificante se ha de llamar cuanto de nuestra parte podamos hacer para que el amor de Dios prenda y se mueva efectivamente en nuestro interior. Insignificante, porque ha de sostenerse frente a la dura realidad de cada día, en la fidelidad, en la obediencia y en el amor al prójimo. Poco y pequeño, porque si es amor de Dios, se deberá a que Dios mismo con su Santo Espíritu lo transforma en amor, en el amor que busca y encuentra el corazón de Dios.