Jesús: Tú planteaste la ilimitada pregunta sobre el ser humano, la pregunta que todo lo inquiere y todo lo examina, la pregunta que yo mismo soy. Esto sucedió no sólo con palabras, sino a través de toda tu historia; no lo hiciste a medias y con reservas, como yo lo hago. Yo me aferró a lo único que es seguro y me atengo a la muerte, que soporto sólo y únicamente como interrogante, pero sin que muera activamente.
Tú eres la pregunta radical que yo mismo debería ser. Es decir, Tú moriste libremente, y en ti Dios se apropió esa pregunta ilimitada, la asumió y la superó en aquella respuesta, que es su insondable misterio, santo y bendito.
Lo que dice sobre ti la Iglesia, de quien soy miembro bautizado, me resulta con frecuencia incomprensible. Enséñamelo a través de mi propia vida. Quiero ser paciente y hombre de esperanza. Intentaré traducir constantemente en mi vida lo que sé de ti. Quiero también ampliar cuanto sé de ti y albergarlo en lo que la Iglesia cree y confiesa de ti.
Tú eres ayer, hoy y siempre, porque tu vida ante Dios no puede perderse. Tú eres la infinita pregunta en la que participo yo y mi vida mortal, en la que participa el hombre. Tú eres la Palabra de Dios, porque en ti Dios mismo se me ha prometido y se ha dado a sí mismo como respuesta. Tú eres la respuesta de Dios, porque la pregunta que eres Tú, el moribundo Crucificado, ha sido respondida eternamente por Dios mismo mediante tu resurrección. Tú eres el Dios-Hombre, ambas cosas sin confusión y eternamente indivisibles.
Hazme tuyo en la vida y en la muerte. Amén.