Se ha dicho con razón que la infancia está protegida como por una envoltura. La solicitud de los padres y de los educadores y, en general, la atención espontánea de todo adulto, tienen por finalidad rodear al niño de una atmósfera protectora para que pueda crecer sin peligros, rodeado sólo de fuerzas benéficas. Sin embarre, la solicitud del adulto no bastaría por sí sola para crear y sostener una atmósfera tal: hace falta la cooperación activa del propio niño. Es el mismo niño el que crea esa protección, siguiendo las leyes de su propia evolución. La manera como percibe la realidad (más allá de un límite muy cercano no ve las cosas o bien las ve como algo vago), el hábito de relacionar los objetos y los acontecimientos con su propia vida, de animarlos y de transfigurarlos, todo eso forma en torno suyo un ambiente protector. Lo interior y lo exterior, la realidad y la leyenda, el mundo y la fe se confunden y entremezclan. Y todo presenta al niño un aspecto familiar y amable, todo se muestra pronto para ayudarlo.
Por cierto que no siempre todo ocurre de esta manera. A los ojos de muchos niños el mundo se presenta tempranamente lleno de rozamientos y de tensiones. Para algunos, no existe nunca armonía en ese universo de la infancia en el cual ellos deberían sentirse realmente protegidos. Para todos hay contrariedades: sufrimiento, vago malestar, nostalgia inconsciente. No obstante, las bases de la existencia infantil establecen un ambiente limitado y protector, donde las realidades se entremezclan armoniosamente y donde se confunden esta vida y la de más allá, la realidad y los sueños, el alma, el cuerpo y la materia.
Este estado espiritual determina la fe en el niño. Sean las que fueren las diferencias que puedan observarse entre éstos, su fe tiene una seguridad hecha de confianza. Sin duda, por todas partes hay problemas prontos a surgir, pero están todavía velados, en suspenso.
Llegan más tarde los años de la adolescencia. Sordamente al principio, luego con fuerza y precisión crecientes, se despierta en el joven el ímpetu de vida, lo impulsa hacia el otro sexo, lo hace buscar el mundo en toda su plenitud al par que busca su propia tarea y el desenvolvimiento de su personalidad.
Ese impulso puede ser descripto de varias maneras. Desde nuestro punto de vista, lo importante es que se abre sobre el infinito, incitándonos a superarnos, a expandirnos, a captar el mundo en su plenitud para identificarnos con él en su integridad. En un solo golpe el adolescente quiere poseerse a sí mismo, encontrar en sí mismo su equilibrio, oponiéndose a todo lo que lo ata y lo limita. Su voluntad choca entonces con cuanto constituye el mundo esencial del niño. Y precisamente sus características, su horizonte limitado, su protección amistosa y el afecto con que se le rodea, le son insoportables. Se siente a disgusto encerrado estrechamente en sus conceptos antiguos, en sus símbolos, en las normas que le fueron inculcadas; tiene que hacerlas añicos o desecharlas.
Lo mismo sucede con la vida de la fe. Todo lo que hasta entonces era valedero: las formas religiosas, las reglas, las razones que nos guían, son consideradas como cosa pueril, insignificante, inocente, molesta; el comportamiento religioso entra en un período de crisis que presenta los síntomas más diversos: el joven critica con aires de suficiencia, rechaza la moral de sus mayores, se siente en contradicción con la generación anterior, choca con todo lo que signifique autoridad; impacientemente se opone a la manera de vivir de los que le precedieron, etc. Pero lo esencial en este asunto es el sacudimiento interior de esa vida que busca espacio y expresión para una realidad naciente. Poco importa el detalle de cómo se desata la crisis; es tal vez que se profundizan las convicciones filosóficas o se descubren valores morales y religiosos más satisfactorios; o bien se han establecido contactos humanos, se han encontrado modelos, o anudado amistades que conducen a una nueva actitud -de fe; en todos los casos, una vez dominada la crisis se concluye en una nueva forma esencial de fe; al parecer siempre acontece así: el joven encuentra en la realidad cristiana un campo apropiado para la inmensidad de este impulso vital que surge, encontrando que en la fe un hombre libre, creador puede sentirse cómodo. Comprende que la substancia de la fe no se identifica con esas expresiones infantiles; se desembaraza de ellas y descubre otras nuevas, más rigurosas y que se adaptan con más flexibilidad a su fe actual.
Al llegar a esa etapa, la fe se desarrolla magníficamente; puede clasificársela entonces como idealista y entusiasta. El ansia de lo infinito, la sed de libertad y la voluntad creadora marchan a la par con la voluntad cristiana. Esa fe es audaz, amplia y segura de sí misma; muestra una elevación de espíritu extraordinaria, un coraje que la hace capaz de realizar las hazañas más grandes, una severa y noble intolerancia. Cuando la vida transcurre sin haber pasado por una etapa semejante, parece que le falta algo esencial.
Este impulso va en aumento; dura un tiempo más o menos largo, según las circunstancias y la fuerza interior, para a su vez entrar en un período de crisis.
Ese tipo de fe —como todas las reacciones de los jóvenes— asume el sentido de la dimensión del mundo: tiene la fuerza del don total a ese infinito. Se pone en la empresa el pensamiento, la imaginación, la magnanimidad del corazón. No se ve todavía la realidad tal cual es, ni las verdaderas condiciones humanas ni las asperezas de la existencia; el espíritu y el corazón, inclinados a idealizar, las han transformado, las han estilizado, o simplemente las ignoran. De la misma manera, la voluntad apasionada, que creía poder descubrir el "yo" por medio del ejercicio de la libertad, no lo ha podido asir en su verdadera realidad; ha tenido que crear un "yo" según sus sueños, donde hace intervenir a la libertad transfigurada. Una existencia tal se desenvuelve, por así decirlo, entre el impulso del espíritu y del corazón por un lado y un mundo ideal por el otro. Pero todavía no emerge la realidad concreta que existe entre ambos. Y en la medida en que la vida progresa, el impulso va perdiendo dinamismo; el arco de la vida se distiende y el poder de idealización disminuye. Al mismo tiempo, con mayor relieve se dibuja la realidad: las cosas tales como son, los hombres, las instituciones, las situaciones, sin olvidar la realidad del mismo "yo". Los fracasos y las decepciones se acumulan. Los riesgos que opone la existencia a las seguridades confiadas y audaces de un idealismo tal, se vuelven cada vez más numerosos. Ante ello, una nueva crisis se vislumbra; la confianza decae. Cada vez se hace más difícil no ver el lado negativo de las cosas, más difícil confundir la intensidad del deseo con los resultados realmente obtenidos. De más en más se va comprobando cuan opaca y estática es la existencia, y cuan impotentes son frente a ella, la idea pura y los grandes movimientos del corazón. Se aprende lo que es "la realidad" y cómo, asentada en sus bases propias, se opone y no cede a nuestra vida afectiva.
El peligro que entonces amenaza es el de la desilusión: el peligro de sucumbir a la impresión de que la realidad es más fuerte que la idea; de que las circunstancias son más duras que el espíritu; de que el egoísmo, la estrechez, la mezquindad, la bajeza y la vulgaridad de la existencia son más poderosas que la magnanimidad del corazón. Entonces, el hombre que persigue un fin noble experimenta la humillación de pasar por un visionario. El que pronto será un adulto, se avergüenza de lo que todavía conserva de sus años de adolescencia; la que pronto se convertirá en mujer, se sonroja de lo que le queda todavía de su mentalidad de jovencita. El peligro del escepticismo amenaza, reforzado por el deseo de pasar por un verdadero adulto, es decir, por un desencantado.
No es necesario profundizar mucho para darse cuenta de que la fe es la primera en sufrir las consecuencias de esta crisis. La fe idealista se esfuma. Ella misma siente que ambiciona demasiado, que, sentimental y exaltada, es extraña al mundo.
Después, y de muy distintos modos, puede sobrevenir un cambio. El joven reflexiona ya con más tranquilidad, domina sus nervios, tiene más espíritu crítico en sus relaciones con los otros hombres; va adquiriendo experiencia en su oficio, se siente más seguro en la vida pública, etc.... También la fe puede recuperarse de muy distintos modos. Si ahondando se llegó realmente hasta ella, una vez alcanzada una cierta madurez se acepta la realidad tal cual es, sin capitular para nada ante ésta, sino, por el contrario, afianzándose en la fe. Esta fe sostiene su independencia frente al mundo. Se afirma de más en más en su propio suelo y puede oponer a la existencia una actitud que en un principio no cuenta; pero desembarazándose de toda oposición o decepción que le llega de la realidad, se enfrenta con ésta en un: "Sin embargo..." Se llega, incluso, a experimentar un sentimiento profundo, mezcla de satisfacción y de irritación, al verificar que el mundo está mal hecho, que en todas partes hay lucha y que hasta la vida de la fe es un combate.
Todo esto podemos compendiarlo diciendo que la fe adquiere carácter. En efecto, tener carácter significa sostener la propia convicción frente a la realidad. La fidelidad, la disciplina, la perseverancia, todo entra en la fe: la lucha tenaz con la realidad, el mantenimiento de una posición hasta cuando se está lejos de vislumbrar un éxito en un futuro más o menos cercano.
Tal es la fe de un ser que ha llegado a su mayoridad, del hombre o la mujer que, sin ilusiones, viven de fidelidad.
Tal vez la evolución continuó. Lo propio de la actitud del creyente de la cual hablábamos, consistía sobre todo en la dureza con que abordaba la realidad y en una especie de firmeza en su decisión de mantener la lucha. Si la fe se desenvuelve todavía, llega un momento en que el creyente considera esa fe como la realidad más sólidamente afianzada y más segura de vencer. Puede, pues, con ella, defenderse de los embates del mundo y obtener esa victoria de la que San Juan dice: "Nuestra fe: he ahí la victoria que domina al mundo".
En la medida en que el hombre persevera y avanza en la vida, la realidad objetiva asume un carácter de relatividad, perdiendo en peso, en densidad y en fuerza. Para nada entra en ello el impulso vital del creyente, ni su sed de infinito, ni el poder transformador del amor. Pero el hombre que envejece va adquiriendo conciencia de lo eterno. Como se agita menos, puede oír mejor las voces que le llegan del más allá. Al sentir más próxima a la eternidad, la realidad del tiempo empalidece. El creyente puede entonces disminuir la tensión con la cual se aferraba sin cesar a la realidad de su fe. No tiene ya necesidad de irritarse ante la carga de la existencia; de nuevo todo se arregla; no por arte de magia sino a través de las fisuras de las contradicciones que desgarran al mundo, un sentido más elevado empieza a despuntar. La existencia se torna transparente y un nuevo acuerdo se prepara.
La fe toma así nueva forma: es la fe del anciano, que, transfigurada ya por la luz de la eternidad, se vuelve venerable.