En aquel tiempo, instruía Jesús a sus discípulos. Les decía:
-El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará.
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa les preguntó:
-¿De qué discutíais por el camino?
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
-Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.
Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
-El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.
REFLEXIÓN (del rezo del Ángelus del Papa Benedicto XVI el Domingo 24 de septiembre de 2006):
En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia por segunda vez a los discípulos su pasión, muerte y resurrección. El evangelista san Marcos pone de relieve el fuerte contraste entre su mentalidad y la de los doce Apóstoles, que no sólo no comprenden las palabras del Maestro y rechazan claramente la idea de que vaya al encuentro de la muerte, sino que discuten sobre quién de ellos se debe considerar «el más importante». Jesús les explica con paciencia su lógica, la lógica del amor que se hace servicio hasta la entrega de sí: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35).
Esta es la lógica del cristianismo, que responde a la verdad del hombre creado a imagen de Dios, pero, al mismo tiempo, contrasta con su egoísmo, consecuencia del pecado original.
Toda persona humana es atraída por el amor —que en último término es Dios mismo—, pero a menudo se equivoca en los modos concretos de amar, y así, de una tendencia positiva en su origen pero contaminada por el pecado, pueden derivarse intenciones y acciones malas. Lo recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).
Toda persona humana es atraída por el amor —que en último término es Dios mismo—, pero a menudo se equivoca en los modos concretos de amar, y así, de una tendencia positiva en su origen pero contaminada por el pecado, pueden derivarse intenciones y acciones malas. Lo recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).
Estas palabras nos hacen pensar en el testimonio de tantos cristianos que, con humildad y en silencio, entregan su vida al servicio de los demás a causa del Señor Jesús, trabajando concretamente como servidores del amor y, por eso, como «artífices» de paz. A algunos se les pide a veces el testimonio supremo de la sangre, como sucedió hace pocos días también a la religiosa italiana sor Leonella Sgorbati, que cayó víctima de la violencia. Esta religiosa, que desde hacía muchos años servía a los pobres y a los pequeños en Somalia, murió pronunciando la palabra «perdón»: he aquí el testimonio cristiano más auténtico, signo pacífico de contradicción que demuestra la victoria del amor sobre el odio y sobre el mal.
No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará, dando pleno sentido a su existencia. No existe otro camino para ser discípulos suyos; no hay otro camino para testimoniar su amor y tender a la perfección evangélica.
Que María, a quien invocamos como Nuestra Señora de la Merced, nos ayude a abrir cada vez más nuestro corazón al amor de Dios, misterio de alegría y de santidad.
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