(De "Jesucristo, vida del alma" del beato Dom Columba Marmion, monje y sacerdote irlandés [1852-1923])
Aun después que Dios nos ha perdonado, quedan en nosotros reliquias del pecado, raíces malas, dispuestas a crecer y producir malos frutos. La concupiscencia no desaparece del todo ni con el Bautismo, ni con el sacramento de la Penitencia, y, por consiguiente, si queremos llegar a un grado elevado de unión con Dios, si queremos que la vida divina adquiera poderoso desarrollo en nuestras almas, es preciso que trabajemos sin descanso por contrarrestar esos resabios y por desarraigar esas raíces del pecado, que desfiguran nuestra alma a los ojos de Dios.
Existe también, fuera de la acción del sacramento de la Penitencia, un medio eficaz para brotar esas cicatrices del pecado, que no dejan a Dios comunicarnos su vida con abundancia; este medio es la virtud de la penitencia. ¿Qué es esta virtud? -Un hábito que, cuando está bien arraigado, nos inclina de continuo a expiar el pecado y destruir sus consecuencias. Esta virtud debe, sin duda, manifestarse, como vamos a verlo, por actos que le son propios; pero es, ante todas las cosas, una disposición habitual del alma, que despierta y excita en nosotros el pesar de haber ofendido a Dios y el deseo de reparar nuestras faltas. Tal es el sentimiento habitual que debe animar nuestros actos de penitencia. Por dichos actos se revuelve el hombre contra sí mismo para vengar los derechos de Dios que pisoteó, cuando por su pecado se levantó contra Dios poniendo en oposición su voluntad con la voluntad santísima divina, y ahora, por estos actos de penitencia, coincide con Dios en el odio al pecado y con su soberana justicia que reclama la expiación.
El alma considera entonces el pecado a través de la fe y desde el punto de vista de Dios: «He pecado, dice, he realizado un acto cuya malicia no puedo calcular, pero que es tan terrible y viola en tal grado los derechos de Dios, de su justicia, de su santidad, de su amor, que sólo la muerte de un Hombre-Dios pudo expiarlo». El alma está entonces conmovida y exclama: «Oh, Dios mío, detesto mi pecado, quiero restablecer vuestros derechos por medio de la penitencia, preferiría morir antes que ofenderos de nuevo». Ved ahí el espíritu de penitencia que excita al alma y la inclina a realizar actos de expiación. Ya comprendéis que esta disposición de alma es necesaria a todos aquellos que no han vivido en perfecta inocencia. Cuando nace del temor al infierno, es buena, como dice el Concilio de Trento, y agradable a Dios; mas si tiene por motivo el amor, entonces es excelente y perfecta, y cuanto más aumente el amor de Dios, más necesidad experimentaremos también de ofrecer a Dios el sacrificio de un corazón contrito y humillado y de repetir con el publicano del Evangelio: «Tened piedad de mí, que soy un pobre pecador» (Lc 18,13).
Cuando este sentimiento de compunción es habitual, mantiene al alma en una gran paz; la conserva en la humildad y llega a ser poderoso instrumento de purificación; nos ayuda a mortificar nuestros instintos desordenados, nuestras tendencias perversas, todo aquello, en una palabra, que podría arrastrarnos a nuevas faltas. Cuando uno posee esta virtud, está atento para emplear cuantos medios encuentre de reparar el pecado. Es esta virtud nuestra mejor garantía de perseverancia en el camino de la perfección, por ser ella, mirándolo bien, una de las formas más puras del amor; ama uno de tal modo a Dios y siente tan profundamente el haberle ofendido, que quiere expiarlo y dar una reparación; es un manantial de generosidad y de olvido de sí mismo. «La santidad, dice el P. Faber, ha perdido el principio de su crecimiento, cuando prescinde del pesar y sentimiento constante de haber pecado, pues la raíz del progreso no es solamente el amor, sino el amor nacido del perdón».
Ciertas almas, aun piadosas, al oir la palabra penitencia o mortificación, que expresan la misma idea, experimentan a veces un sentimiento de repulsión. ¿De dónde proviene? -No debe extrañarnos; tal sentimiento tiene un origen psicológico. Nuestra voluntad busca necesariamente el bien en general la felicidad, o algo que parece serlo. Ahora bien, la mortificación que refrena alguna de las tendencias de nuestros sentidos, algunos de nuestros deseos más naturales, aparece a dichas almas como algo contrario a la felicidad, de ahí, pues esta repugnancia instintiva en presencia de todo cuanto constituye la práctica del renunciamiento de sí mismo. Además, vemos muchas veces en la mortificación un fin, cuando no es más que un medio, medio necesario sin duda, indispensable, pero al fin medio. No minimizamos el Cristianismo, al reducir a papel de medio la renuncia de uno mismo.
Cuando este sentimiento de compunción es habitual, mantiene al alma en una gran paz; la conserva en la humildad y llega a ser poderoso instrumento de purificación; nos ayuda a mortificar nuestros instintos desordenados, nuestras tendencias perversas, todo aquello, en una palabra, que podría arrastrarnos a nuevas faltas. Cuando uno posee esta virtud, está atento para emplear cuantos medios encuentre de reparar el pecado. Es esta virtud nuestra mejor garantía de perseverancia en el camino de la perfección, por ser ella, mirándolo bien, una de las formas más puras del amor; ama uno de tal modo a Dios y siente tan profundamente el haberle ofendido, que quiere expiarlo y dar una reparación; es un manantial de generosidad y de olvido de sí mismo. «La santidad, dice el P. Faber, ha perdido el principio de su crecimiento, cuando prescinde del pesar y sentimiento constante de haber pecado, pues la raíz del progreso no es solamente el amor, sino el amor nacido del perdón».
Ciertas almas, aun piadosas, al oir la palabra penitencia o mortificación, que expresan la misma idea, experimentan a veces un sentimiento de repulsión. ¿De dónde proviene? -No debe extrañarnos; tal sentimiento tiene un origen psicológico. Nuestra voluntad busca necesariamente el bien en general la felicidad, o algo que parece serlo. Ahora bien, la mortificación que refrena alguna de las tendencias de nuestros sentidos, algunos de nuestros deseos más naturales, aparece a dichas almas como algo contrario a la felicidad, de ahí, pues esta repugnancia instintiva en presencia de todo cuanto constituye la práctica del renunciamiento de sí mismo. Además, vemos muchas veces en la mortificación un fin, cuando no es más que un medio, medio necesario sin duda, indispensable, pero al fin medio. No minimizamos el Cristianismo, al reducir a papel de medio la renuncia de uno mismo.
El Cristianismo es un misterio de muerte y de vida pero la muerte no tiene otro objeto que el de salvaguardar la vida divina en nosotros: «No es Dios de muertos, sino de vivos». «Cristo, al morir, destruyó la muerte, y al resucitar nos restituyó la vida». La obra esencial del Cristianismo, el fin último quel persigue de por sí, es una obra de vida, el Cristianismo es la reproducción de la vida de Cristo en el alma. Ahora bien, como ya os tengo dicho la existencia de Cristo ofrece este doble aspecto: «entregóse a la muerte por nuestros pecados, resucitó a fin de comunicarnos la vida de la gracia» (Rm 4,25). El cristiano muere a todo cuanto es pecado, pero para vivir más intensamente de la vida de Dios; la penitencia, de consiguiente, no es, en principio, sino un medio para conseguir la vida. Ya lo notó muy bien San Pablo cuando dijo: «Llevemos siempre en nuestros cuerpos la mortificacion de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nosotros» (2Cor 4,10).
Que la vida de Cristo, que tiene su principio en la gracia y su perfección en el amor, tome incremento en nosotros: ése es el objetivo y no hay otro. Para conseguirlo, es necesaria la mortificación; por eso dice San Pablo: «Los que pertenecen a Cristo, en cuyo número por nuestro bautismo nos contamos nosotros, crucifican su carne con sus vicios y concupiscencias» (Gál 5,24). Y en otro lugar, dice todavía con lenguaje más explícito: «Si vivís según los instintos de la carne, haréis morir en vosotros la vida de la gracia; pero si mortificáis sus malas inclinaciones, viviréis vida divina» (Rm 8,13).
Que la vida de Cristo, que tiene su principio en la gracia y su perfección en el amor, tome incremento en nosotros: ése es el objetivo y no hay otro. Para conseguirlo, es necesaria la mortificación; por eso dice San Pablo: «Los que pertenecen a Cristo, en cuyo número por nuestro bautismo nos contamos nosotros, crucifican su carne con sus vicios y concupiscencias» (Gál 5,24). Y en otro lugar, dice todavía con lenguaje más explícito: «Si vivís según los instintos de la carne, haréis morir en vosotros la vida de la gracia; pero si mortificáis sus malas inclinaciones, viviréis vida divina» (Rm 8,13).