Deseo del Señor y ansias de contemplar el templo

Salmo 41

Como busca la cierva 
corrientes de agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío;

tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?

Las lágrimas son mi pan 
noche y día,
mientras todo el día me repiten:
«¿Dónde está tu Dios?»

Recuerdo otros tiempos,
y desahogo mi alma conmigo:
cómo marchaba a la cabeza del grupo,
hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza,
en el bullicio de la fiesta.

¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».

Cuando mi alma se acongoja, 
te recuerdo
desde el Jordán y el Hermón
y el Monte Menor.

Una sima grita a otra sima 
con voz de cascadas:
tus torrentes y tus olas
me han arrollado.

De día el Señor 
me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza
del Dios de mi vida.

Diré a Dios: «Roca mía,
¿por qué me olvidas?
¿Por qué voy andando, sombrío,
hostigado por mi enemigo?»

Se me rompen los huesos
por las burlas del adversario;
todo el día me preguntan:
«¿Dónde está tu Dios?»

¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».

Catequesis de Juan Pablo II (de la Audiencia general del Miércoles 16 de enero de 2002):

Una cierva sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido, anhelando las frescas aguas de un arroyo. Con esta célebre imagen comienza el salmo 41. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los estudiosos del Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo, el 42, del que se separó cuando los salmos fueron ordenados para formar el libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de estar unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: «¿Por qué te acongojas, alma mía?, ¿por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío». Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una tercera vez en el salmo sucesivo, es una invitación que el orante se hace a sí mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con seguridad se manifestará de nuevo como Salvador.

Pero volvamos a la imagen inicial del salmo, que convendría meditar con el fondo musical del canto gregoriano o de esa gran composición polifónica que es el Sicut cervus de Pierluigi de Palestrina. En efecto, la cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo». En hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el «alma» y la «garganta». Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios. No es de extrañar que una larga tradición describa la oración como «respiración»: es originaria, necesaria, fundamental como el aliento vital.

Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías sobre el libro de los Números, escribe: «Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo, progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la inmensidad».

Tratemos ahora de intuir la trama de esta súplica, que podríamos imaginar compuesta de tres actos, dos de los cuales se hallan en nuestro salmo, mientras el último se abrirá en el salmo sucesivo, el 42, que comentaremos seguidamente. La primera escena expresa la profunda nostalgia suscitada por el recuerdo de un pasado feliz a causa de las hermosas celebraciones litúrgicas ya inaccesibles: «Recuerdo otros tiempos, y desahogo mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta».

«La casa de Dios», con su liturgia, es el templo de Jerusalén que el fiel frecuentaba en otro tiempo, pero es también la sed de intimidad con Dios, «manantial de aguas vivas», como canta Jeremías (Jr 2,13). Ahora la única agua que aflora a sus pupilas es la de las lágrimas por la lejanía de la fuente de la vida. La oración festiva de entonces, elevada al Señor durante el culto en el templo, ha sido sustituida ahora por el llanto, el lamento y la imploración.

Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte, desconocido para nosotros, el Misar. Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un torrente impetuoso que aniquila la vida: «tus torrentes y tus olas me han arrollado». En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y muerte.

Esta irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados, los adversarios del orante, tal vez también los paganos que habitan en esa región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se burlan de su fe, preguntándole irónicamente: «¿Dónde está tu Dios?». Y él lanza a Dios su angustiosa pregunta: «¿Por qué me olvidas?». Ese «¿por qué?» dirigido al Señor, que parece ausente en el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas.

Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza. El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42, será una confiada invocación dirigida a Dios y usará expresiones alegres y llenas de gratitud: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo».