Alegría del pueblo de Dios

Salmo 126 (125)

Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar;
la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.
Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”.
El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.
Al ir, iban llorando, llevando las semillas;
al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas.

Catequesis del Papa Benedicto XVI (de la Audiencia General del 12 de octubre de 2011):

En las catequesis anteriores hemos meditado sobre algunos Salmos de lamentación y de confianza. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo con tonalidad festiva, una oración que, en la alegría, canta las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 -según la numeración greco-latina, 125-, que celebra las maravillas que el Señor ha obrado con su pueblo y que continuamente obra con cada creyente.

El salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exaltadora de la salvación:

«Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares».

El Salmo habla de una «situación restablecida», es decir restituida al estado originario, en toda su positividad precedente. O sea, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la cual Dios responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la condición de antes, más aún, enriquecida y mejorada. Es lo que sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, duplicándolo y dispensando una bendición aún mayor, y es cuanto experimenta el pueblo de Israel al regresar a su patria tras el exilio en Babilonia. Este Salmo se ha de interpretar precisamente en relación a la deportación en tierra extranjera: la tradición lee y comprende la expresión «restablecer la situación de Sión» como «hacer volver a los cautivos de Sión». En efecto, el regreso del exilio es paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también y sobre todo en el ámbito religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la destrucción del Templo aparecen como una negación de las promesas divinas, y el pueblo de la Alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlo abandonado. Por ello, el fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un «restablecimiento de la situación anterior» que implica también conversión del corazón, perdón, amistad con Dios recuperada, conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo. Se trata de una experiencia de alegría desbordante, de sonrisas y gritos de júbilo, tan hermosa que «parecía soñar». Las intervenciones divinas con frecuencia tienen formas inesperadas, que van más allá de cuanto el hombre pueda imaginar. He aquí entonces la maravilla y la alegría que se expresa en la alabanza: «El Señor ha hecho maravillas». Es lo que dicen las naciones, y es lo que proclama Israel:

«Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres».

Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Actuando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el grito de los pobres, que ama la justicia y el derecho, y de cuyo amor está llena la tierra. Por ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las naciones reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza por su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. E Israel hace eco a la proclamación de las naciones, y la retoma repitiéndola, pero como protagonista, como destinatario directo de la acción divina: «El Señor ha estado grande con nosotros»; «para nosotros», o más precisamente, «con nosotros», en hebreo ‘immanû, afirmando de este modo la relación privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que en el nombre Emmanuel, «Dios con nosotros», con el que se llama a Jesús, encontrará su culmen y su manifestación plena.

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y alabarlo por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Siempre estamos atentos a los problemas, a las dificultades, y casi no queremos percibir que hay cosas hermosas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda incluso en las horas oscuras. Dios realiza cosas grandes, y quien tiene experiencia de ello —atento a la bondad del Señor con la atención del corazón— rebosa de alegría. Con esta tonalidad festiva concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y regresar a la patria desde el exilio es como haber vuelto a la vida: la liberación abre a la sonrisa, pero también a la espera de una realización plena que se ha de desear y pedir. Esta es la segunda parte de nuestro Salmo, que dice así:

«Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas».

Si al comienzo de su oración el salmista celebraba la alegría de una situación ya restablecida por el Señor, ahora en cambio la pide como algo que todavía debe realizarse. Si se aplica este Salmo al regreso del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de un difícil regreso a la patria, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.

Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. De todos modos, la experiencia consoladora de la liberación de Babilonia todavía está incompleta, «ya» se ha realizado, pero «aún no» está marcada por la plenitud definitiva. De este modo, mientras celebra en la alegría la salvación recibida, la oración se abre a la espera de la realización plena. Por ello el Salmo utiliza imágenes especiales, que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la cual se entrelazan el don recibido y que aún se debe esperar, vida y muerte, alegría soñada y lágrimas de pena. La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del desierto del Negueb, que con las lluvias se llenan de agua impetuosa que vuelve a dar vida al terreno árido y lo hace reflorecer. La petición del salmista es, por lo tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y el regreso del exilio sean como aquella agua, arrolladora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa superficie de hierba verde y de flores.

La segunda imagen se traslada desde las colinas áridas y rocosas del Negueb hasta los campos que los agricultores cultivan para obtener de él el alimento. Para hablar de la salvación, se evoca aquí la experiencia que cada año se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra y luego la alegría desbordante de la cosecha. Una siembra que va acompañada de lágrimas, porque se tira aquello que todavía podría convertirse en pan, exponiéndose a una espera llena de incertidumbres: el campesino trabaja, prepara el terreno, arroja la semilla, pero, como ilustra bien la parábola del sembrador, no sabe dónde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si arraigará, si echará raíces, si llegará a ser espiga. Arrojar la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesaria la laboriosidad del hombre, pero luego se debe entrar en una espera impotente, sabiendo bien que muchos factores determinarán el éxito de la cosecha y que siempre se corre el riesgo de un fracaso. No obstante eso, año tras año, el campesino repite su gesto y arroja su semilla. Y cuando esta semilla se convierte en espiga, y los campos abundan en la cosecha, llega la alegría de quien se encuentra ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella a los suyos: «Decía: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”» (Mc 4, 26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las extraordinarias «maravillas» de la salvación que el Señor obra en la historia de los hombres y de las que los hombres ignoran el secreto. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión desbordante, como los torrentes del Negueb y como el trigo en los campos, este último evocador también de una desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre la fatiga de la siembra y la inmensa alegría de la cosecha, entre el ansia de la espera y la tranquilizadora visión de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas arrojadas en la tierra y los grandes cúmulos de gavillas doradas por el sol. En el momento de la cosecha, todo se ha transformado, el llanto ha cesado, ha dado paso a los gritos de júbilo.

A todo esto hace referencia el salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la situación anterior, del regreso del exilio. La deportación a Babilonia, como toda otra situación de sufrimientos y de crisis, con su oscuridad dolorosa compuesta de dudas y de una aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje resulta todavía más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que muere tras caer en la tierra, pero para dar mucho fruto; o bien, retomando otra imagen utilizada por Jesús, es como la mujer que sufre por los dolores del parto para poder llegar a la alegría de haber dado a luz una nueva vida.

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque con frecuencia está marcada por el dolor, por las incertidumbres, a veces por las crisis, es una historia de salvación y de «restablecimiento de la situación anterior». En Jesús acaban todos nuestros exilios, y toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se parte en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del «sí» de Dios, del restablecimiento de nuestra situación. Pero como aquellos que, al regresar de Babilonia llenos de alegría, encontraron una tierra empobrecida, devastada, con la dificultad de la siembra, y sufrieron llorando sin saber si realmente al final tendría lugar la cosecha, así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro camino, verdad y vida—, al entrar en el terreno de la fe, en la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente, la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las noches oscuras; no olvidar que la luz existe, que Dios ya está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda porque Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da confianza; es la luz, porque precisamente los dolores de la siembra son el comienzo de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.