(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II el 8 de noviembre de 1989)
Antes de volver al Padre, Jesús había prometido a los Apóstoles: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Como escribí en la Encíclica Dominum et vivificantem, “el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los Apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregadas para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente”. Es el primer testimonio dado públicamente, y casi podríamos decir solemnemente, de Cristo resucitado, de Cristo victorioso. Es también el inicio del kerygma apostólico.
Ya en la última catequesis hemos hablado de él, examinándolo desde el punto de vista del sujeto que enseña: “Pedro con los otros Once”. Ahora queremos analizar este primer kerygma en su contenido, como modelo o esquema de los muchos otros “anuncios” que seguirán en los Hechos de los Apóstoles, y luego en la historia de la Iglesia.
Pedro se dirige a los que se habían reunido en las cercanías del Cenáculo, diciéndoles: “Judíos y habitantes todos de Jerusalén” (Hch 2, 14). Son los mismos que habían asistido al fenómeno de la glosolalia, escuchando cada uno en su propia lengua la alabanza pronunciada por los Apóstoles de las “maravillas de Dios” (Hch 2, 11). En su discurso, Pedro comienza haciendo una defensa o al menos precisando la condición de los que, “llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 4), por el insólito comportamiento mostrado, fueron considerados “llenos de mosto”. Y desde sus primeras palabras ofrece la respuesta: “No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta Joel” (Hch 2, 15-16).
En los Hechos se recuerda ampliamente el pasaje del profeta: “Sucederá en los últimos días, dice Dios: derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas” (Hch 2, 17). Esta “efusión del Espíritu” se refiere tanto a los jóvenes como a los ancianos, tanto a los esclavos como a las esclavas: por tanto, tendrá carácter universal. Y será confirmada por señales: “Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra” (Hch 2, 19). Estas serán las señales del “día del Señor” que se está acercando: “Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Hch 2, 21).
En la intención del orador, el texto de Joel sirve para explicar de modo adecuado el significado del acontecimiento, del que los presentes han visto las señales: “la efusión del Espíritu Santo”. Se trata de una acción sobrenatural de Dios unida a las señales típicas de la venida de Dios, predicha por los profetas e identificada por el Nuevo Testamento con la venida misma de Cristo. Este es el contexto en que el Apóstol vierte el contenido esencial de su discurso, que es el núcleomismo del kerygma apostólico: “Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazareno,hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó, librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio" (Hch 2, 22-24).
Tal vez no todos los presentes durante el discurso de Pedro, llegados de muchas regiones para la Pascua y Pentecostés, habían participado en los acontecimientos de Jerusalén que habían concluido con la crucifixión de Cristo. Pero el Apóstol se dirige también a ellos como a “israelitas”, es decir, pertenecientes a un mundo antiguo en el que ya habían brillado para todos las señales de la nueva venida del Señor.
Las señales y los milagros a los que se refería Pedro se hallaban presentes ciertamente en la memoria de los habitantes de Jerusalén, pero también de muchos otros de sus oyentes que al menos debían haber escuchado hablar de Jesús de Nazaret. De cualquier modo, tras haber recordado todo lo que Cristo había hecho, el Apóstol pasa al hecho de su muerte en cruz y habla directamente de la responsabilidad de los que habían entregado a Jesús a la muerte. Pero añade que Cristo “fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Por consiguiente, Pedro introduce a sus oyentes en la visión del plan salvífico de Dios que se ha realizado precisamente por medio de la muerte de Cristo. Y se apresura a dar la confirmación decisiva de la acción de Dios mediante y por encima de lo que han hecho los hombres. Esta confirmación es la resurrección de Cristo: “Dios le resucitó, librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio” (Hch 2, 24).
Es el punto culminante del kerygma apostólico acerca de Cristo salvador y vencedor.
Pero, llegado a este punto, el Apóstol recurre nuevamente al Antiguo Testamento. En efecto, cita el salmo mesiánico 15/16 (versículos 8-11):
“Veía constantemente al Señor delante de mí,/ puesto que está a mi derecha, para que no vacile./ Por eso se ha alegrado mi corazón y se ha alborozado mi lengua,/ y hasta mi carne reposará en la esperanza/ de que no abandonarás mi alma en el Hades/ ni permitirás que tu santo experimente la corrupción./ Me has hecho conocer caminos de vida,/ me llenarás de gozo con tu rostro” (Hch 2, 25-28).
Es una legítima adaptación del salmo davídico, que el autor de los Hechos cita según la versión griega de los Setenta, que acentúa la aspiración del alma judía a huir de la muerte, en el sentido de la esperanza de liberación incluso de la muerte ya sucedida .
A Pedro, sin duda, le urge subrayar que las palabras del salmo no aluden a David, cuya tumba ―observa él― “permanece entre nosotros hasta el presente”. Se refieren, en cambio, a su descendiente, Jesucristo: David “vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo” (Hch 2, 31). Por consiguiente, se han cumplido las palabras proféticas: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis... Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 32-33. 36).
La víspera de su Pasión, Jesús había dicho a los Apóstoles en el Cenáculo, hablando del Espíritu Santo: “Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio” (Jn 15, 26-27). Como escribí en la Encíclica Dominum et vivificantem, “en el primer discurso de Pedro en Jerusalén este ‘testimonio’ encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los Apóstoles”.
En este testimonio Pedro quiere recordar a sus oyentes el misterio de Cristo resucitado, pero también quiere explicar los hechos a los que han asistido en Pentecostés, mostrándolo como señales de la venida del Espíritu Santo. El Paráclito ha venido realmente en virtud de la Pascua de Cristo. Ha venido y ha transformado a aquellos galileos a los que se había confiado el testimonio acerca de Cristo. Ha venido porque fue enviado por Cristo, “exaltado a la diestra de Dios”, decir, exaltado por su victoria sobre la muerte. Su venida es, por tanto, una confirmación del poder divino del resucitado. “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”, concluye Pedro (Hch 2, 36). También Pablo, escribiendo a los Romanos, proclamará: “Jesús es Señor” (Rm 10, 9).