En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:
¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Todo discípulo que esté bien formado, será como su maestro. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo’, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.
Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca.
REFLEXIÓN (de "El año litúrgico - Celebrar a Jesucristo" por Adrien Nocent):
Una vez más, la proclamación litúrgica del evangelio debe llevarnos a elegir aquí, dentro de la complejidad de su enseñanza, el aspecto evidenciado por la primera lectura, Se trata ante todo de la palabra que sale de la boca del hombre y que descubre lo que él es: al verdadero discípulo de Jesús se le reconocerá lo mismo en sus palabras que en sus obras, En la primera lectura, se señala como criterio para juzgar sobre la personalidad de un hombre, la palabra que sale de su boca.
Las palabras de Jesús acerca de la abundancia del corazón, no pueden considerarse moralizantes. Se trata más bien de la «ontología» del discípulo. Si el discípulo es realmente lo que es, si está revestido de Cristo, si recibió la unción del bautizado, la unción del Espíritu, lo que diga le manifestará. Al árbol se le juzgará por sus frutos. Así está unida a su bautismo la persona entera de un bautizado y no sólo, según un lenguaje demasiado utilizado aún, «su alma». Así, pues, el cristiano con toda su personalidad está comprometido en lo que ha llegado a ser por el bautismo y por su pertenencia a Cristo.
No quiere esto decir que el cristiano deba estar cerrado sobre sí mismo. Sino que hay concepciones a las que no puede adherirse. Esta exclusividad no viene del exterior, sino su mismo «ser cristiano» confina al bautizado dentro de los límites del Cuerpo de Cristo. Consiguientemente, el cristiano, al vivir en el mundo, no podrá seguir todas las direcciones que «el mundo » sigue. Incluso habrá compromisos políticos que deberá abstenerse de contraer, y no por motivos de disciplina externa, sino
porque una equilibrada prudencia —la que procede de la sabiduría de Dios— le ordena no comprometer el Cuerpo de Cristo' al que pertenece, sin que la Iglesia se lo aconseje o reconozca que es útil hacerlo.
El cristiano no puede por menos de hablar cristianamente, y no siempre le resulta fácil al individuo juzgar por sí mismo si lo que quisiera decir está de acuerdo con el pensamiento cristiano. En ese caso, deberá tener humildad para pedir consejo, y no por motivos de disciplina sino por respeto a lo que él mismo es: se le juzgará, y con él a la Iglesia, por sus palabras; se juzgará al árbol por sus frutos.
Quizás sea artificial relacionar el dicho de esta proclamación evangélica con lo que acabamos de decir: no puede un ciego guiar a otro ciego. Un día es un hombre que asume una responsabilidad. Esto no es para todos, y así no es imposible que san Lucas apunte aquí a ciertos profetas peligrosos, faltos de cualidades para dirigir a los demás. Recuerda entonces la sumisión al Maestro. Si aquí san Lucas piensa sin duda en Jesús, nosotros debemos pensar en la Iglesia y en su magisterio, aunque a veces puedan sufrirse quizá retrasos, incomprensiones y falta de apertura. Si el discípulo formula doctrinas que no son las de la Iglesia y sí muy arriesgadas, su boca habla de lo que abunda en su corazón, y el que habla no es ya el que fue incorporado a Cristo por el bautismo, sino el orgullo. Esto puede parecer retrógrado, y no todos lo aceptarán. No se trata, sin duda, de canonizar toda represión y toda condena; sin embargo, preclaros ejemplos de sumisión a la Iglesia han hecho que quedara claro lo que es ser discípulo. Quienes pudieron someterse así, con humildad, a lo que se les ordena, llegaron muy a menudo a alcanzar un nivel de santidad, e incluso cierto renombre humano, que confunde a los que se rebelan, la mayoría de los cuales acaban hundiéndose en la inutilidad de una vida colmada de amargura.
El discípulo no puede tampoco formular críticas ni juicios severos sobre su prójimo. También aquí habla la boca de lo que abunda en el corazón. No se puede, sin incurrir en orgullo, criticar así, ni juzgar duramente a los demás dejando de adoptar la actitud de misericordia y de perdón, que es la de Dios y la de Jesús y que consiguientemente ha de ser la del discípulo. El calificativo «hipócritas» es severo, incluso ofensivo. Sin embargo, no tiene exactamente el sentido que le damos en nuestro lenguaje de hoy. Para nosotros esta palabra significa la voluntad de disimular, bajo una actitud muy estudiada, el propio pensamiento y la propia manera de ser, para ostentar otros distintos. Aquí, y éste es el sentido que le da la palabra hebrea, «hipócrita» significa el que se aleja de Dios por no ser capaz de distinguir lo verdadero. De hecho, Cristo emplea esta expresión en otros casos con este mismo sentido. Por ejemplo, cuando la gente se muestra incapaz de distinguir los signos de los tiempos, Jesús les trata de hipócritas, es decir, de gente ciega e incapaz de juzgar, apartándose así de los planes de Dios (Lc 12,56).
Estas sentencias de Jesús reunidas aquí, sin duda fueron dichas por él en diferentes momentos. En la mente de san Lucas debían de tener entre ellas alguna relación que no siempre nos es fácil descubrir.
Así pues, la enseñanza de este domingo sigue siendo más importante que nunca: al discípulo se le reconoce por su actitud.
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