porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo,
por la boca de sus santos profetas.
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
realizando la misericordia
que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.
Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.
Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.
Catequesis de Juan Pablo II (Audiencia general del 1 de octubre de 2003):
En la Liturgia de Laudes, queremos detenernos en la oración que, cada mañana, marca el momento orante de la alabanza. Se trata del Benedictus, el cántico entonado por el padre de san Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida, disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo por su falta de fe y de alabanza.
Ahora, en cambio, Zacarías puede celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en el seno de la comunidad cristiana de los orígenes.
El mismo evangelista lo define como un canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo. En efecto, nos hallamos ante una bendición que proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo. Es, pues, una lectura «profética» de la historia, o sea, el descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todos los acontecimientos humanos, guiados por la mano oculta pero operante del Señor, que se entrelaza con la más débil e incierta del hombre.
El texto es solemne y, en el original griego, se compone de sólo dos frases. Después de la introducción, caracterizada por la bendición de alabanza, podemos identificar en el cuerpo del cántico como tres estrofas, que exaltan otros tantos temas, destinados a articular toda la historia de la salvación: la alianza con David, la alianza con Abraham, y el Bautista, que nos introduce en la nueva alianza en Cristo. En efecto, toda la oración tiende hacia la meta que David y Abraham señalan con su presencia.
El ápice es precisamente una frase casi conclusiva: «Nos visitará el sol que nace de lo alto». La expresión, a primera vista paradójica porque une «lo alto» con el «nacer», es, en realidad, significativa.
En efecto, en el original griego el «sol que nace» es anatolè, un vocablo que significa tanto la luz solar que brilla en nuestro planeta como el germen que brota. En la tradición bíblica ambas imágenes tienen un valor mesiánico.
Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que brotará del tronco de Jesé», es decir, de la dinastía davídica, un vástago sobre el que se posará el Espíritu de Dios.
Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4).
La humanidad, que está envuelta «en tinieblas y sombras de muerte», es iluminada por este resplandor de revelación. Como había anunciado el profeta Malaquías, «a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en sus rayos» (Ml 3,20). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79).
Por tanto, nos movemos teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y resbaladizos, están sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia.
Ahora damos la palabra a un maestro de la Iglesia, a uno de sus doctores, el británico Beda el Venerable (siglo VII-VIII), que en su Homilía para el nacimiento de san Juan Bautista, comentaba el Cántico de Zacarías así: «El Señor nos ha visitado como un médico a los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos "en tinieblas y sombras de muerte", es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido».
Por último, citando otros textos bíblicos, Beda el Venerable concluía así, dando gracias por los dones recibidos: «Dado que poseemos estos dones de la bondad eterna, amadísimos hermanos, bendigamos también nosotros al Señor en todo tiempo, porque "ha visitado y redimido a su pueblo". Que en nuestros labios esté siempre su alabanza, conservemos su recuerdo y, por nuestra parte, proclamemos la virtud de aquel que "nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (1 P 2,9). Pidamos continuamente su ayuda, para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe hasta el día de la perfección».
Catequesis de Juan Pablo II (Audiencia general del 1 de octubre de 2003):
En la Liturgia de Laudes, queremos detenernos en la oración que, cada mañana, marca el momento orante de la alabanza. Se trata del Benedictus, el cántico entonado por el padre de san Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida, disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo por su falta de fe y de alabanza.
Ahora, en cambio, Zacarías puede celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en el seno de la comunidad cristiana de los orígenes.
El mismo evangelista lo define como un canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo. En efecto, nos hallamos ante una bendición que proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo. Es, pues, una lectura «profética» de la historia, o sea, el descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todos los acontecimientos humanos, guiados por la mano oculta pero operante del Señor, que se entrelaza con la más débil e incierta del hombre.
El texto es solemne y, en el original griego, se compone de sólo dos frases. Después de la introducción, caracterizada por la bendición de alabanza, podemos identificar en el cuerpo del cántico como tres estrofas, que exaltan otros tantos temas, destinados a articular toda la historia de la salvación: la alianza con David, la alianza con Abraham, y el Bautista, que nos introduce en la nueva alianza en Cristo. En efecto, toda la oración tiende hacia la meta que David y Abraham señalan con su presencia.
El ápice es precisamente una frase casi conclusiva: «Nos visitará el sol que nace de lo alto». La expresión, a primera vista paradójica porque une «lo alto» con el «nacer», es, en realidad, significativa.
En efecto, en el original griego el «sol que nace» es anatolè, un vocablo que significa tanto la luz solar que brilla en nuestro planeta como el germen que brota. En la tradición bíblica ambas imágenes tienen un valor mesiánico.
Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que brotará del tronco de Jesé», es decir, de la dinastía davídica, un vástago sobre el que se posará el Espíritu de Dios.
Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4).
La humanidad, que está envuelta «en tinieblas y sombras de muerte», es iluminada por este resplandor de revelación. Como había anunciado el profeta Malaquías, «a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en sus rayos» (Ml 3,20). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79).
Por tanto, nos movemos teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y resbaladizos, están sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia.
Ahora damos la palabra a un maestro de la Iglesia, a uno de sus doctores, el británico Beda el Venerable (siglo VII-VIII), que en su Homilía para el nacimiento de san Juan Bautista, comentaba el Cántico de Zacarías así: «El Señor nos ha visitado como un médico a los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos "en tinieblas y sombras de muerte", es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido».
Por último, citando otros textos bíblicos, Beda el Venerable concluía así, dando gracias por los dones recibidos: «Dado que poseemos estos dones de la bondad eterna, amadísimos hermanos, bendigamos también nosotros al Señor en todo tiempo, porque "ha visitado y redimido a su pueblo". Que en nuestros labios esté siempre su alabanza, conservemos su recuerdo y, por nuestra parte, proclamemos la virtud de aquel que "nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (1 P 2,9). Pidamos continuamente su ayuda, para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe hasta el día de la perfección».